La Granja John Grisham

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delante, todos vestidos con nuestra mejor ropa del domingo. El cielo se había despejado y el sol y a calentaba la tierra mojada, de la que la humedad se elevaba perezosamente por encima de los tallos de algodón. —Va a ser un día muy caluroso —anunció mi padre, ofreciendo la misma previsión meteorológica que solía hacer cada día entre may o y septiembre. Cuando llegamos a la carretera, nos levantamos y nos apoy amos en la cabina para que el viento nos diera en la cara y nos refrescase. En los campos no había nadie; ni siquiera a los mexicanos se les permitía trabajar en domingo. Todos los períodos de cosecha se oían los mismos rumores acerca de agricultores impíos que se dirigían a escondidas a los campos y recolectaban algodón en domingo, pero y o jamás había sido testigo de un comportamiento tan pecaminoso. Casi todo se consideraba pecaminoso en el rural estado de Arkansas, en especial si uno era baptista, y una parte considerable de nuestros ritos dominicales consistía en escuchar los sermones del reverendo Akers, un colérico personaje de voz estentórea que se pasaba la vida inventándose nuevos pecados. Como es natural, a mí los sermones me importaban un bledo —al igual que a casi todos los chicos—, pero el domingo tenía algo más que los oficios religiosos. Era un tiempo dedicado a hacer visitas e intercambiar noticias y chismes. Era una reunión festiva en la que todo el mundo estaba de buen humor o, por lo menos, fingía estarlo. Cualesquiera que fuesen las preocupaciones del mundo —las inminentes inundaciones, la guerra de Corea, las fluctuaciones en el precio del algodón durante las reuniones en la iglesia todo se dejaba a un lado. El Señor no quería que Su pueblo estuviera preocupado, decía siempre Gran, y mucho menos en Su casa, lo cual a mí siempre se me antojaba un poco raro, pues solía mostrarse casi tan preocupada como Pappy. Aparte de la familia y la granja, nada era tan importante para nosotros como el templo baptista de Black Oak. Yo conocía a casi todas las personas de nuestra congregación y, como es natural, ellas me conocían a mí. Constituíamos una gran familia, para bien o para mal. Todos se amaban los unos a los otros, o por lo menos eso decían, y si alguno se ponía aunque sólo fuera un poquito enfermo, los demás rezaban toda suerte de oraciones y practicaban profusamente la virtud cristiana de la caridad. Un funeral duraba una semana y era un acontecimiento prácticamente sagrado. Las reuniones de renovación de la fe de primavera y otoño se planificaban con varios meses de antelación y en ellas participaba casi todo el mundo. Por lo menos una vez al mes celebrábamos una comida de hermandad —una especie de sencillo almuerzo campestre a la sombra de los árboles de la parte de atrás de la iglesia— que solía prolongarse hasta bien entrada la tarde. Las bodas eran importantes, especialmente para las mujeres, pero carecían del dramatismo de los funerales y los entierros. El aparcamiento de grava de la iglesia estaba casi lleno cuando llegamos. La práctica totalidad de los vehículos eran viejos camiones de agricultores como el


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