La Granja John Grisham

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jamás tuviera que poner de nuevo los pies en aquella granja. No quería volver a ver a ninguna de aquellas personas en toda mi vida. Y recé con toda mi alma para que nadie oy era jamás los rumores, según los cuales los Chandler y los Latcher estaban emparentados. Regresé triunfalmente a casa. Los Spruill y a se habían aseado y estaban preparados para ir a la ciudad. Sentados a la sombra de un árbol, bebían té helado con Pappy, Gran y mi padre cuando el camión se detuvo a menos de cinco metros de ellos. Con todo el dramatismo de que fui capaz, me incorporé y observé con enorme satisfacción el sobresalto que tuvieron al verme. Allí estaba y o, golpeado, ensangrentado, sucio, con la ropa hecha jirones, pero en pie. Bajé y todo el mundo se congregó a mi alrededor. Mi madre se acercó a ellos a grandes zancadas y dijo en tono de furia: —¡No os vais a creer lo que ha ocurrido! ¡Tres de ellos se han echado encima de Luke! Percy y otros dos lo han atacado cuando y o estaba dentro de la casa. ¡Los muy criminales! Les llevamos comida y mira lo que han hecho. Tally también estaba preocupada, y creo que hubiera deseado alargar la mano y tocarme para asegurarse de que me encontraba bien. —¿Tres? —repitió Pappy con expresión risueña. —Sí, y eran más altos que Luke —contestó mi madre, y así empezó a crecer la ley enda. El tamaño de mis agresores seguiría aumentando a medida que transcurrieran los días y los meses. Gran se había acercado a mí y estaba examinándome la nariz, que presentaba un pequeño corte. —Quizás esté rota —dijo y, a pesar de que la idea me encantaba, no sentí el menor interés en someterme a sus tratamientos. —No escapaste, ¿verdad? —me preguntó Pappy, que también se había acercado a mí. —Pues claro que no —contestó severamente mi madre. El que a Pappy le encantasen las peleas lo ponía furiosa, pero era porque se había educado en una casa llena de niñas. No podía comprenderlo. —¿Les arreaste un buen puñetazo? —preguntó Pappy. —Los dejé a todos llorando cuando me fui —contesté. Mi madre puso los ojos en blanco. Hank se abrió camino entre el grupo y se inclinó para examinar las heridas. —Así que eran tres, ¿eh? —dijo, soltando un gruñido. —Sí, señor —repuse, asistiendo con la cabeza. —Bien por ti, chico. Eso te curtirá. —Sí, señor —repetí. —Si quieres, te enseñaré algunos trucos para cuando vuelvas a enfrentarte


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