Grossman, Lev - El Codice Secreto

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Another Day de Wings se convirtió sin ninguna transición primero en Band on the Run y luego en She Blinded Me With Science, de Thomas Dolby, con el taxista haciendo la parte de los teclados para que no faltara de nada. Mientras cruzaban el puente, la rejilla metálica incrustada en el asfalto gimoteaba musicalmente debajo de los neumáticos. Todo el centro de Brooklyn parecía hallarse en obras. El tráfico avanzaba a paso de tortuga por una tortuosa ciénaga de barreras, pozos de grava y caballetes con luces anaranjadas intercambiando parpadeos encima de ellos. El tráfico se detuvo por completo durante cinco minutos mientras Edward, paralizado bajo el peso de los libros, se vio obligado a contemplar por la ventanilla un restaurante llamado ¡Para el Buen Bistec! Ya había oscurecido cuando el vehículo se detuvo ante el edificio de cuatro pisos donde vivía Margaret, en una estrecha calle de casas marrones idénticas. Ella descargó el asiento trasero mientras él pagaba al taxista. Luego empezaron a subir los libros por las escaleras, caminando rápidamente con las piernas dobladas y las pilas vacilantes sujetas debajo de sus barbillas. En una ocasión Edward había visto el edificio de Margaret desde fuera, pero nunca había estado dentro y lo había imaginado perezosamente como una especie de cubil para estudiosos, un claustro de una sola habitación recubierto por paneles de madera oscura, con una mesa de lectura tapizada de fieltro verde. En lugar de eso, Margaret lo hizo subir tres tramos de escalones (dos cochecitos de niño plegados como un par de arañas gigantes en proceso de apareamiento convertían el tenebroso hueco de la escalera en un lugar encantado) y lo llevó al interior de un estudio oscuro, sin decorar y caótico, en el cuarto piso de lo que antaño debía de haber sido una acogedora residencia burguesa antes de ser dividida en apartamentos individuales de alquiler. Las paredes eran blancas y los techos muy bajos. Todo parecía más pequeño de lo normal: la nevera era la mitad de grande que un modelo convencional, y el sofá­ cama no era mucho más grande que la litera de un niño. Estanterías improvisadas, edificios inestables hechos con tablas de pino y bloques de ceniza prensada llegaban hasta el techo. El único mueble de tamaño normal que había en el apartamento era un colosal escritorio de madera colocado junto a las ventanas. Debía de pesar media tonelada, y parecía salido del despacho del presidente de un banco del Medio Oeste. Margaret barrió de él los papeles arrojándolos sobre la cama y empezó a hurgar dentro de un armario en busca de suministros, que dispuso a toda prisa en una ordenada línea a lo largo de la superficie del escritorio: rollos de cinta adhesiva blanca, grandes pinzas de metal reluciente, pinceles de pelo suave, agujas de hacer punto, un bote lleno de pasta, espátulas surtidas, trozos de papel de aspecto exótico, láminas de plástico transparente rígido y un delgado estuchito negro, que se abrió para revelar un reluciente escalpelo quirúrgico acomodado en un nido de terciopelo. Edward estaba listo para empezar con el desvelamiento, la excavación o la recomposición, cualquiera que fuese el término apropiado para el proyecto que se disponían a iniciar, pero Margaret lo envió al colmado más cercano en busca de Coca-Cola light y Q-tips. Edward obedeció sin protestar, pero mientras caminaba por los sucios pasillos que olían a orina, repletos de pañuelos de papel sin marca, galletas caducadas y latas de anónimas raíces caribeñas, se preguntó si debería tratar de contactar con la duquesa y contarle lo que estaba sucediendo. Al volver, se detuvo en un teléfono público y probó suerte con el número del apartamento de los Went. Nadie respondió, lo cual tenía sentido, dado que él acababa de estar allí y el apartamento se hallaba vacío. Sintiéndose un poco idiota, dejó un adusto mensaje para Laura diciéndole que lo llamara a su móvil y colgó. Cuando regresó, Margaret estaba inclinada sobre el primero de los libros, una hermosa edición de los Idilios del rey de Tennyson con ilustraciones de Gustave Doré, que yacía como un paciente quirúrgico en el círculo de luz de una lámpara halógena. No le mostró compasión alguna. Con unos cuantos cortes, separó el lomo y la cubierta del bloque de páginas que contenían. —Estoy violando la primera ley de la preservación -murmuró. —¿Que es? —Nunca sometas un libro a ninguna operación que no puedas invertir. Dejó a un lado con sumo cuidado las hojas liberadas y se concentró en las cubiertas. —Nunca se lo contaré a nadie -dijo Edward. Guardó las latas de Coca-Cola dentro de la nevera en miniatura de Margaret que, por lo demás, sólo contenía una caja de levadura en polvo y un recipiente Tupperware lleno de lo que


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