El héroe discreto - Mario Vargas Llosa

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transferencia probablemente ayudaría a solucionar las cosas, si Ismael, de acuerdo con los nuevos propietarios, aplacaba con algún dinero a los mellizos para que los dejaran en paz. Lo que más impresionó a Lucrecia fue que Armida hubiera regresado del viaje de bodas convertida en una dama elegante, sociable y mundana. «Voy a llamarla para darle la bienvenida y organizar ese almuerzo o comidita cuanto antes, amor. Me muero de ganas de verla convertida en una señora decente». Rigoberto se encerró en su escritorio y consultó en su computadora todo lo que había sobre la Assicurazioni Generali S.p.A. En efecto, la más grande de Italia. Él mismo había estado en contacto con ella y sus filiales en varias ocasiones. Se había extendido mucho en los últimos años por Europa del Este, el Medio y el Extremo Oriente, y, de manera más limitada, en América Latina, donde tenía centralizadas sus operaciones en Panamá. Para ella era una buena oportunidad entrar en Sudamérica utilizando al Perú como trampolín. El país andaba bien, con leyes estables y las inversiones crecían. Estaba sumergido en esta investigación cuando oyó llegar a Fonchito del colegio. Cerró la computadora y esperó con impaciencia que su hijo viniera a darle las buenas tardes. Cuando el chiquillo entró al escritorio y se acercó a besarlo, todavía con la mochila del Colegio Markham sobre los hombros, Rigoberto decidió abordar el tema de inmediato. —O sea que Edilberto Torres volvió a aparecer —le dijo, apesadumbrado—. Creí que nos habíamos librado de él para siempre, Fonchito. —Yo también, papá —respondió su hijo con desarmante sinceridad. Se quitó la mochila, la colocó en el suelo y se sentó frente al escritorio de su padre—. Tuvimos una conversación cortísima. ¿No te contó mi madrastra? Lo que le demoró el colectivo en llegar a Miraflores. Él se bajó en la Diagonal, junto al parque. ¿No te contó? —Claro que me contó, pero me gustaría que me lo cuentes tú también —notó que Fonchito tenía manchas de tinta en los dedos y llevaba la corbata desanudada—. ¿Qué te dijo? ¿De qué hablaron? —Del diablo —se rio Fonchito—. Sí, sí, no te rías. Es verdad, papá. Y esta vez no lloró, felizmente. Le dije que tú y mi madrastra creían que él era el diablo en persona. Hablaba con una naturalidad tan evidente, había en él algo tan fresco y auténtico, que, pensaba Rigoberto, cómo no creerle. —¿Ellos creen en el diablo todavía? —se sorprendió Edilberto Torres. Se dirigía a él a media voz—. Ya no hay mucha gente que crea en este caballero en nuestros días, me parece. ¿Te han dicho por qué tienen tan pobre opinión de mí tus papás? —Por lo que usted se aparece y se desaparece con tanto misterio, señor —explicó Fonchito, bajando también la voz, porque el tema parecía interesar a los otros pasajeros del colectivo que se habían puesto a espiarlos con el rabillo del ojo—. Yo

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