Mientras las princesas duermen

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apergaminados y secos como la piel de una cebolla. —La única arma segura frente al odio es el amor. Tú amas profundamente, Elise, y esa es una protección más poderosa de lo que crees. Flora no quiso oír más preguntas, insistiendo en que hablaríamos de todo a su debido tiempo. Después se excusó para retirarse a descansar. Yo me paseé de un lado a otro del sendero hasta que la confusión que había nublado mi visión del futuro se despejó. Al salir al patio del castillo, preparándome para lo que sucediera continuación, lo encontré lleno de gente que regresaba de la ejecución, charlando y sonriendo como si acabaran de presenciar un torneo. Creían que se había hecho justicia, ignorantes del peligro que seguía amenazándonos a todos, y quise gritarles para sacudirlos de su autosatisfecha alegría. En la puerta principal del castillo tuve que hacerme a un lado mientras entraba un cortejo de carruajes. Creyendo que el camino por fin estaba despejado di un paso, y me encogí de terror cuando un caballo se sobresaltó y golpeó el suelo con los cascos a escasas pulgadas de mis pies. El animal estaba nervioso entre la multitud; necesitaba una mano dura y firme que lo retuviera en la hilera, y grité irritada al cochero. Era Horick, desplomado en su asiento con las riendas flojas en las manos. —Vigile, señorita —dijo arrastrando las palabras. —Vigile usted su caballo. El carruaje se detuvo, obstruido por los que tenía delante. Levanté la vista hacia el rostro agrio de Horick y él murmuró algo con los ojos en blanco. De haber sido otra persona yo habría dado media vuelta y lo habría ignorado, pero la falta de respeto de Horick me sulfuró. —¿Qué ha dicho? —inquirí. —Solo he señalado que no necesito consejos de personas como usted para manejar un caballo. Como si quisiera enfurecerme más, hizo restallar el látigo contra el lomo de la pobre criatura, aunque esta solo pudo avanzar unos pocos pasos. —¡Vigile esa lengua! —grité—. ¡La reina será informada de su insolencia! Las cabezas se volvieron mientras Horick me contemplaba con exagerada consternación. Mi falta de control le había dado ventaja sobre mí y me alejé de allí antes de que la situación degenerara aún más. Mi malhumor no hizo sino empeorar mientras recorría las calles de Saint Elsip. La ciudad que me había impresionado años atrás parecía insulsa y provinciana ante mis ojos hastiados, un lugar donde la gente se contentaba con vivir en la ignorancia, celebrando la muerte de hombres inocentes. Abrí de un empujón la puerta del establecimiento de Hannolt y vi a Marcus sentado ante un simple escritorio de madera colocado en una esquina, con un libro mayor delante. Por un instante lo imaginé en la mediana edad, sentado ante el mismo escritorio, apuntando cifras satisfecho. Levantó la vista sorprendido y se le iluminó el rostro de placer. —¡Elise! ¿Qué te trae a la ciudad? ¿La ejecución? —No —respondí con brusquedad—. He venido a hablar contigo. Mi tono pareció sorprenderlo, pues me miró interrogante mientras se levantaba e inclinaba la cabeza hacia la puerta. Alcancé a oír las voces ahogadas de sus padres detrás de la cortina que separaba la tienda de su vivienda. Lo seguí fuera. Durante nuestro cortejo apenas habíamos estado solos, sin que nadie nos observara. Quizá era apropiado que esa conversación tan trascendental para nuestras vidas tuviera lugar al alcance del oído de una docena de transeúntes que se dirigían a su casa. Él me tomó las manos, pero yo me resistí, sabiendo que tales muestras de afecto solo debilitarían mi resolución. —Marcus, no puedo dejar a la reina. —Pensé que había sido claro —replicó él, más confuso que enfadado—. No estoy hecho para vivir entre la nobleza. —¿Cómo lo sabes si nunca lo has probado?


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