Cujo

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A las ocho y cuarto de aquella mañana, Gary Pervier salió tambaleándose de su casa, enfundado en sus calzoncillos manchados de orina, y orinó sobre las madreselvas. Con cierta perversidad, había abrigado la esperanza de que algún día su orina estuviera tan impregnada de alcohol que agostara las madreselvas. Ese día aún no había llegado. -¡Ay, mi cabeza! -gritó, sosteniéndosela con la mano libre mientras regaba las madreselvas que habían sepultado su valla. Sus ojos estaban atravesados por unos intensos ramalazos escarlata. Su corazón matraqueaba y rugía como una vieja bomba de agua que últimamente estuviera bombeando más aire que agua. Un terrible calambre estomacal se apoderó de él mientras terminaba de orinar -en los últimos tiempos, éstos se habían hecho más frecuentes- y, mientras se doblegaba, una enorme y maloliente flatulencia se escapó zumbando por entre sus huesudas piernas. Se volvió para entrar de nuevo en la casa y fue entonces cuando empezó a oír los gruñidos. Era un bajo y poderoso ruido que procedía justo de más allá del punto en que su patio lateral cubierto de maleza se confundía con el henar. Se volvió rápidamente hacia el rumor, olvidándose del dolor de cabeza, olvidándose del matraqueo y el rugido de su corazón, olvidándose del calambre. Hacía mucho tiempo que no experimentaba una visión retrospectiva de la guerra en Francia, pero ahora la experimentó. De repente, su cerebro gritó: ¡Alemanes! ¡Alemanes! ¡Pelotón al suelo! Pero no eran los alemanes. Cuando se separó la hierba, fue Cujo el que apareció. -Hola, chico, ¿por qué estás gru...? -empezó a decir Gary, deteniéndose como si fuera tartamudo. Hacía veinte años que no veía un perro rabioso, pero el espectáculo no se olvida fácilmente. Se encontraba en una gasolinera Amoco al este de Machias, regresando de una acampada en Eastport. Montaba la vieja moto Indian que tuvo durante algún tiempo a mediados de los cincuenta. Un jadeante perro amarillo de hundidos costados había pasado frente a la gasolinera Amoco como una aparición espectral. Sus costados se movían hacia dentro y hacia fuera en unos rápidos y superficiales actos respiratorios. Le chorreaba espuma de la boca en una ininterrumpida corriente líquida. Sus ojos se movían frenéticamente. Sus cuartos traseros estaban incrustados de mierda. Más que caminar, avanzaba haciendo eses, como si algún desalmado le hubiera abierto las mandíbulas una hora antes y se las hubiera llenado a rebosar de whisky barato. -Maldita sea, aquí está -había dicho el empleado de la gasolinera. Había soltado la llave de tuerca que sostenía en la mano y se había dirigido corriendo al mísero y desordenado despacho contiguo al garaje de


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