Fiebre

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Fiebre

Robin Cook

Mantuvo el termómetro en la mano derecha cerca de la cara, de modo que cuando volviera la enfermera pudiera metérselo en la boca rápidamente. La siguiente persona que entró resultó ser una falsa alarma. Michelle se metió el termómetro en la boca, pero era un hombre con una chaqueta blanca sucia y montones de lápices en el bolsillo. Llevaba un cesto de alambre lleno de frasquitos con tapas de distintos colores. Unos tubos de goma salían por los agujeros del alambre. Michelle sabía lo que quería: sangre. Lo observó, aterrorizada, mientras él hacía sus preparativos. Le rodeó el brazo con un tubo de goma, que apretó con tanta fuerza que a Michelle le dolieron los dedos. Con torpeza le pasó un algodón por la parte interior del codo, raspándole la zona sensible donde el día anterior le habían pinchado la aguja para sacarle sangre. Michelle tenía ganas de gritar, pero se limitó a volver la cabeza para esconder las lágrimas silenciosas. Sintió que le aflojaba la goma del brazo, lo que le causó tanto dolor como cuando se la puso. Oyó el ruido que hacía un tubo de vidrio al caer en el cesto de alambre. Luego sintió un nuevo dolor cuando le extrajeron la aguja. El hombre puso un algodón en el lugar del pinchazo, le dobló el brazo para que hiciera presión sobre el algodón, y recogió sus cosas. Partió sin decir ni una sola palabra. Con un brazo que sostenía el algodón, y el otro con el tubo del suero, Michelle se sentía totalmente inmovilizada. Lentamente extendió el brazo. El algodón rodó, revelando un inocente puntito rojo rodeado por una zona negra azulada. —Muy bien —dijo la enfermera pelirroja, entrando en el cuarto—. Veamos la temperatura. Michelle recordó, con pánico, que aún tenía el termómetro en la boca. La enfermera lo extrajo con destreza, anotó la temperatura y luego puso el termómetro en el recipiente de metal que había dejado sobre la mesita de noche. —En seguida vendrá el desayuno —dijo alegremente, sin mencionar la temperatura de Michelle. Partió tan de repente como había venido. «Papá, por favor, ven a sacarme de aquí —se dijo Michelle—. Date prisa.» Charles sintió que lo sacudían de un hombro. Trató de no hacer caso, pues quería seguir durmiendo, pero continuaron sacudiéndolo. Al abrir los ojos vio a Cathryn, vestida ya con su bata, de pie junto a la cama, con una humeante taza de café. Charles se incorporó sobre un codo para recibir el café. —Son las siete —dijo Cathryn con una sonrisa. —¿Las siete? —Charles miró la esfera del reloj, pensando que dormir no era la mejor manera de acelerar el ritmo de sus investigaciones. —Dormías tan profundamente que no me he atrevido a despertarte más temprano. — Cathryn lo besó en la frente—. Hay un inmenso desayuno aguardando abajo. Charles se dio cuenta de que ella se esforzaba por mostrarse alegre. —Disfruta de tu café —le dijo. Se encaminó a la puerta—. Gina se ha levantado y lo ha preparado todo antes de que yo me despertara. Charles miró su taza de café. El hecho de que Gina estuviera en casa ya era causa suficiente de fastidio. No quería sentirse agradecido hacia ella desde que abría los ojos, pero sabía que la mujer le preguntaría cómo estaba el café y sentiría una satisfacción triunfal por haberse levantado a prepararlo cuando todos los demás dormían todavía. Meneó la cabeza. Ese tipo de pensamientos no eran los más adecuados para iniciar el día. Probó el café. Estaba caliente, aromático, estimulante. Reconoció que le gustaba y decidió decírselo a Gina antes de que ella pudiera preguntárselo. Luego le agradecería que se hubiera levantado antes que los demás, para no darle oportunidad a que ella lo dijera. Con la taza de café en la mano, Charles recorrió el pasillo hasta el dormitorio de Michelle. Se detuvo junto a la puerta, luego la abrió lentamente. Había tenido el asomo de una ilusión de

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