los miserables

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Se había quedado de pie, y no había cambiado de postura desde que huyó el niño. La respiración levantaba su pecho a intervalos largos y desiguales. Su mirada, clavada diez o doce pasos delante de él, parecía examinar con profunda atención un pedazo de loza azul que había entre la hierba. De pronto, se estremeció: sentía ya el frío de la noche. Se encasquetó bien la gorra; se cruzó y abotonó maquinalmente la chaqueta, dio un paso, y se inclinó para coger del suelo el palo. Al hacer este movimiento vio la moneda de cuarenta sueldos que su pie había medio sepultado en la tierra, y que brillaba entre algunas piedras. "¿Qué es esto?", dijo entre dientes. Retrocedió tres pasos, y se detuvo sin poder separar su vista de aquel punto que había pisoteado hacía un momento, como si aquello que brillaba en la oscuridad hubiese tenido un ojo abierto y fijo en él. Después de algunos minutos se lanzó convulsivamente hacia la moneda de plata de dos francos, la cogió, y enderezándose miró a lo lejos por la llanura, dirigiendo sus ojos a todo el horizonte, anhelante, como una fiera asustada que busca un asilo. Nada vio. La noche caía, la llanura estaba fría, e iba formándose una bruma violada en la claridad del crepúsculo. Dio un suspiro y marchó rápidamente hacia el sitio por donde el niño había desaparecido. Después de haber andado unos treinta pasos se detuvo y miró. Pero tampoco vio nada. Entonces gritó con todas sus fuerzas: -¡Gervasillo! ¡Gervasillo! Calló y esperó. Nadie respondió. El campo estaba desierto y triste. El hombre volvió a andar, a correr; de tanto en tanto se detenía y gritaba en aquella soledad con la voz más formidable y más desolada que pueda imaginarse: -¡Gervasillo! ¡Gervasillo! Si el muchacho hubiera oído estas voces, de seguro habría tenido miedo, y se hubiera guardado muy bien de acudir. Pero debía de estar ya muy lejos. Jean Valjean encontró a un cura que iba a caballo. Se dirigió a él y le dijo: -Señor cura: ¿habéis visto pasar a un muchacho? -No -dijo el cura. -¡Uno que se llama Gervasillo! -No he visto a nadie. Entonces Jean Valjean sacó dos monedas de cinco francos de su morral, y se las dio al cura. -Señor cura, tomad para los pobres. Señor cura, es un muchacho de unos diez años con una bolsa y una gaita. Iba caminando. Es uno de esos saboyanos, ya sabéis... -No lo he visto. Jean Valjean tomó violentamente otras dos monedas de cinco francos, y las dio al sacerdote. -Para los pobres -le dijo. Y después añadió con azoramiento: -Señor cura, mandad que me prendan: soy un ladrón. El cura picó espuelas y huyó atemorizado. Jean Valjean echó a correr. Siguió a la suerte un camino mirando, llamando y gritando; pero no encontró a nadie. Al fin se detuvo. La luna había salido. Paseó su mirada a lo lejos, y gritó por última vez: -¡Gervasillo! ¡Gervasillo! ¡Gervasillo! Aquel fue su último intento. Sus piernas se doblaron bruscamente, como si un poder invisible lo oprimiera con todo el peso de su mala conciencia. Cayó desfallecido sobre una piedra con las manos en la cabeza y la cara entre las rodillas, y exclamó: -¡Soy un miserable! Su corazón estalló, y rompió a llorar. ¡Era la primera vez que lloraba en diecinueve años! Cuando Jean Valjean salió de casa del obispo, estaba, por decirlo así, fuera de todo lo que había


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