ramas en un tétrico saludo. Daniels desea, por un instante, ser un álamo alto y desnudo, y poder estirar sus brazos hacia las inútiles estrellas, cada noche. Pero el vehículo se ha detenido y, al menos por el momento, debe
abandonar
sus
extrañas
meditaciones. Ante sus ojos, la gran casa gris se yergue impasible: la luz de la biblioteca como un mortecino faro que indica el camino. Hubo un tiempo en que John Daniels
no
era
tan
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infeliz,
ni