RETRATO EN SEPIA

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en esa familia nadie sabía usarlos y a Paulina la música le daba dolor de cabeza, y una biblioteca de dos pisos. En cada rincón había escupideras de plata con iniciales de oro, porque en esa ciudad fronteriza era perfectamente aceptable lanzar escupitajos en público. Feliciano tenía sus habitaciones en el ala oriental y su mujer las suyas en el mismo piso, pero en el otro extremo de la mansión. Entre ambas, unidas por un ancho pasillo, se alineaban los aposentos de los hijos y los huéspedes, todos vacíos menos el de Severo y otro que ocupaba Matías, el hijo mayor, el único que aun vivía en la casa. Severo del Valle, acostumbrado a la incomodidad y al frío, que en Chile se consideraban buenos para la salud, demoró varias semanas en habituarse al abrazo oprimente del colchón y las almohadas de plumas, al verano eterno de las estufas y la sorpresa cotidiana de abrir la llave del baño y encontrarse con un chorro de agua caliente. En la casa de su abuelo los retretes eran casuchas malolientes al fondo del patio y en las madrugadas de invierno el agua para lavarse amanecía escarchada en las palanganas. La hora de la siesta solía sorprender al joven sobrino y a la incomparable tía en la cama mitológica, ella entre las sábanas, con sus libracos de contabilidad a un lado y sus pasteles al otro. y él sentado a los pies entre la náyade y el delfín, comentando asuntos familiares y negocios. Sólo con Severo se permitía Paulina tal grado de intimidad, muy pocos tenían acceso a sus habitaciones privadas, pero con él se sentía totalmente a gusto en camisa de dormir. Ese sobrino le daba satisfacciones que nunca le dieron sus hijos. Los dos menores hacían vida de herederos, gozando de empleos simbólicos en la dirección de las empresas del clan, uno en Londres y el otro en Boston. Matías, el primogénito, estaba destinado a encabezar la estirpe de los Rodríguez de Santa Cruz y del Valle, pero no tenía la menor vocación para ello; lejos de seguir los pasos de sus esforzados padres, de interesarse en sus empresas o echar hijos varones al mundo para prolongar el apellido, había hecho del hedonismo y el celibato una forma de arte. «No es más que un tonto bien vestido», lo definió Paulina una vez ante Severo, pero al comprobar lo bien que se llevaban su hijo y su sobrino, trató con ahínco de facilitar esa naciente amistad. «Mi madre no da puntada sin hilo, debe estar planeando que me salves de la disipación», se burlaba Matías. Severo no pretendía echarse encima la tarea de cambiar a su primo, por el contrario, le hubiera gustado parecerse a él; en comparación se sentía tieso y fúnebre. Todo en Matías lo asombraba, su estilo impecable, su ironía glacial, la ligereza con que gastaba dinero sin reparo. –Deseo que te familiarices con mis negocios. Ésta es una sociedad materialista y vulgar, con muy poco respeto por las mujeres. Aquí sólo va23


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