Catálogo Post Scriptum. María Dávila

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post scriptum María Dávila

Del 1 de diciembre de 2017 al 4 de marzo de 2018

Palacio de los Condes de Gabia. Sala Ático


Diputación de Granada Presidente José Entrena Ávila Diputada de Cultura y Memoria Histórica y Democrática Fátima Gómez Abad Asesor de la Delegación de Cultura Samuel Peña Asencio Jefe de servicio de Acción Cultural Miguel Muñoz García-Ligero Produce y edita Sección de Artes Plásticas Delegación de Cultura y Memoria Histórica y Democrática

Traducciones Paz Gómez Moreno Biografía Deidre B. Jerry Fotografías María Dávila Guerra Diseño y maquetación María Dávila Guerra Impresión Imprenta de la Diputación de Granada © de esta edición: Diputación de Granada, 2017 © del texto: sus autores © de las fotografías: sus autores

Coordinación Pablo Ruiz Luque

Los textos de esta edición están bajo una Licencia Creative Commons Atribución - NoComercial - SinDerivar 4.0 Internacional, términos y condiciones en http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/

Textos Luis Puelles Romero María Dávila Guerra

DL GR 1367-2017 ISBN 978-84-7807-590-4 Impreso en España/Printed in Spain


Índice Cortar la representación. Resistencias de la imagen-en-presencia. Luis Puelles

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Debajo de las palabras, las piedras. María Dávila

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Biografía

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Traducciones

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Évidement, 2017 Óleo sobre tabla 100 x 70 cm

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Cortar la representación Resistencias de la imagen-en-presencia Luis Puelles

Las lágrimas del comediante descienden de su cerebro. Denis Diderot, Paradoja del comediante

Llegando a pensar que María Dávila se arma las manos con un escalpelo, y suponiendo que estas imágenes, como acontecimientos en tensión inmóvil, se definen mediante acciones de escisión, me entretengo buscando alguna pista, con la que poder mirar estas figuras mudas, en el estremecedor «diccionario filosófico de la cirugía» escrito por Cristóbal Pera con el título de El cuerpo herido. Mientras merodeo entre sus entradas me dejo seducir por la ilusión –porque desde este inicio hasta el final estaremos presos de las retóricas de la ilusión– de que estas pinturas borrosas e ilegibles emergen, como efectos sin sustancia, de la sofisticada operación de cortes y extracciones practicada por la artista sobre la tela en la que a la representación, yacente, se le sale el cuerpo que es la imagen. Lo que se escapa de/a la representación sobre esta mesa de disección en la que se encuentran, convocadas por la pintura o la pintora, el anhelo de la narración en la que refugiarnos y la implacable inmovilidad de las figuras, es la imagen apareciéndose en su potencia de presencia, o, más precisamente, como opacidad e intransitividad; la imagen que adviene «después» de la escritura, pero también desde «detrás» de ella. La pintora se aplica en anteponerlas, en imponerlas por encima de todo lo demás, en librarlas de la legibilidad con la que ampararnos en la posibilidad de algún sentido. La pintura o la pintora nos ponen imágenes (por) delante. Presentándonoslas como apariciones irreductibles. A fuerza de separaciones e interrupciones estas pinturas venidas «post-scriptum» son rigurosas operaciones dirigidas contra cuanto se interponga en la voluntad de mostración equívoca de estas figuras que se quieren soberanas. Sólo así, resistiéndose a la lógica de la representación, podrán verse como quieren: como presencias sin claridad que las desvele y las concluya. Sin distancia por las que traerlas a la representación. Pero, sobre todo, capaces de una persecución de efecto que según creo

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es el objetivo principal de estas máquinas-pinturas de María Dávila: creando las condiciones para imponernos la imagen sin racionalidad que la alcance a no ser que se consiga no verlas, el efecto de inmediatez casi hipnótico que se obtiene es el de la pérdida de la distancia con la que el receptor de estas obras, poniéndose ante ellas en perspectiva contemplativa, las cree entendibles. De modo nítidamente enfrentado a los modos de la imagen cinematográfica, estas pinturas buscan relegarnos a ser sus objetos, y ellas, por eso –o para eso– se velan de enigma, erigiéndose como sujetos con voluntad de escapatoria. En presencia, la imagen se nos encara y nos fascina hasta que consigamos escaparnos –y alejarnos– ganando la representación con la que poder significarla. La esterilización estetizante de las operaciones artísticas tiene que ver con esto: con la lejanía que las transforma en representación revestida de cualidades formales o plásticas merecedoras de estima. No está en eso el trabajo de María Dávila; aún más: no lo está a pesar de las apariencias, porque sí está en su plan de captura resultar gratas a la visión, tremendamente seductoras. Enseguida volveremos a esto, pero vayamos ahora al diccionario de Pera. Turbado por la colocación de las manos entre estas figuras que se muestran y se ocultan –silentes, absortas, vistas desde detrás–, y recordando que es esta simultaneidad paradójica la que da definición a la noción adorniana de enigma, me detengo en el artículo al que Pera titula «Cirugía, Definición de la», donde se lee: «En una indagación etimológica, la palabra cirugía nos remite al vocablo griego cheirourgía, compuesto de los términos cheír, “mano”, y érgon, “trabajo”, por lo que su campo semántico se extiende, en principio, a todo lo que significa trabajar con las manos, realizar una técnica (techné) o habilidad manual». Sorprendentemente, estas palabras hacen coincidir las prácticas del cirujano y el pintor. Uno y otro permanecen de pie ante un cuerpo que será sometido a la punta afilada de un instrumento manual con el que «definir» o «diseccionar», trazar líneas y perímetros, evacuar la sangre o provocar la presencia de las imágenes. Ambos rasgan, extraen, aíslan las partes. Los dos concentran la mirada en la materia quieta eludiendo que pudiera estar viva. La pintora-cirujana inmoviliza la representación para darnos a ver su funcionamiento. Esta misma vocación está ya, con otros matices, en las pinturas de falsas máquinas de Picabia, Léger, Duchamp o Max Ernst; también en los collages de este último: hay aquí un destino de la representación moderna que no es otro que el de quedar ella misma expoliada por la acción misma de la pintura. El grandísimo Picabia extrañando al signo, también Paul Klee, o la profanación permanente de Picasso, están en esto. Es Duchamp quien la convierte –a la representación averiada, del todo ya objeto visible, cósico, transportable– en motivo principal de sus juegos tenidos por obras de arte. Duchamp juega al ajedrez con la representación y,

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cuando quiere, interrumpe la partida, carga su pipa… y ya no retoma la partida. Las de Post-Scriptum son pinturas duchampianas. Dávila se afila la inteligencia para aplicar dos incisiones estratégicas en/a la continuidad de la representación. Con la primera, que es más bien un «recorte» (la obtención del tableau), se «espacializa» la imagen al ser interrumpido, o suspendido, el flujo narrativo; con la segunda se extrae la apariencia de la esencia, evidenciándose la inmanencia en ruptura con la trascendencia, invalidándose así la exigencia metafísica del sentido, la cual supone que la imagen –o lo sensible– es apariencia concreta, también mesurada, de algún sentido lógico, primigenio y abstracto. La pintora concentra su mirada y su bisturí en esta doble acción: en provocar la fijación de la imagen y en traerla a la superficie sin perspectiva posible. Nada habrá de quedar con anterioridad o sucesión respecto a ella, tampoco detrás o al fondo. Es así como podrá obtenerse la imagen-en-presencia rescatándola de los procedimientos que, a cambio de entenderla, consiguen poder no mirarla. Podría decirse, en radicalidad, que la acción de mirar es sin poder entender o leer. La acción de mirar consiste en «sacar» la imagen del hueco la representación. La pintora-cirujana extirpa la imagen-en-presencia y crea las resistencias para su mostración. La primera escisión consiste en extraer, o en sustraer –suspendiéndose sin asideros la imagen ante los ojos– las figuras de las fábulas, el tableau de la narración, lo visible de la temporalidad de lo legible, la imagen del cumplimiento de la significación. Se consigue así interrumpir la ilación compleja de signos entre los que se incuba la comprensión. Para ello, la pintora se sirve de recursos paralizantes: la ausencia de perspectiva, la expansión del primer plano, la inexistencia de toda composición habitable, la carencia de relato. El mutismo por todas partes; el tacto que nada atrapa. María Dávila y sus pinturas resbaladizas –es el logos el que no consigue «agarrarse» a ellas– están en la estela de Manet. Estas imágenes se resisten así a ser ocupadas y expulsadas por el sentido. Para hacerse mirar, es indispensable a las imágenes –de eso viven– resultarnos inhabitables y además inhóspitas, convexas y no cóncavas. La instantaneidad de la imagen plástica es definida en términos ontológicos por Lessing en su Laocoonte (1766), donde, más que netamente aislada, la pintura –empezando aquí el persistente camino de su soberanía– se tensa en un espacio, abierto por la propia imagen ocupándolo –para eso se hace superficie: para ocupar el espacio–, entre lo anterior y lo siguiente, en un instante pregnante y alusivo de lo que ocurrió y de lo que sucederá. Las operaciones calculadas por Dávila se sirven de las implicaciones de esta suspensión sugerente, y por aquí nos llega su interés irónico por la narración en el teatro o en el cine.

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Pero, junto al debilitamiento de los preceptos compositivos y la supresión de la perspectiva, además del empleo del primer plano –tratado por Benjamin en su escrito de 1936 sobre el aura–, los cortes ejercidos por la pintora rasgan la noción fundamental de contemplación. Veamos esto con algún detenimiento. La noción de contemplación ha conseguido permanecer apenas sometida a su revisión profanadora por las hermenéuticas genealogistas y deconstructivistas post-nietzcheanas, por lo que la aportación irónica de estas máquinas-pinturas es de gran interés intelectual. Porque bastará con hacer ver el recorte aplicado al objeto de visión para que la representación quede en evidencia. «Contemplación» procede del vocablo latino contemplare, derivación de templum, término con el que se designó inicialmente el espacio aéreo delimitado por el bastón del augur para la observación de los auspicios. Stoichita se refiere a templum en El ojo místico: «Una de las primitivas acepciones de la palabra templum es la de cielo. La palabra designó después un rectángulo trazado en el cielo, espacio consagrado y hecho para ser “contemplado”». El augur recorta el cielo consagrándolo con el bastón. María Dávila es la pintora-augur. O eso nos hace creer. Detener la imagen sustrayéndola de la continuidad temporal es la condición primera para fijarla como objeto de contemplación, y la actitud contemplativa está poseída por un rasgo de consagración o trascendencia que no puede eludirse: incluso cuando en términos modernos nos referimos a la contemplación estética se implica la suposición de poder alcanzar un sentido “elevado”, “extraordinario”, más o menos redentor de la burda realidad. Dávila sabe todo esto y lo pone a trabajar a su favor. Hace sus pinturas como si se ofreciesen ingenuamente a ser tomadas por la actitud contemplativa, pero, cuando el espectador está presto a recibir lo sagrado (lo que no se toca), se impone el vértigo de que sólo hay superficie. Bien entendido, la primacía de la plasticidad no se aviene fácilmente a tentaciones trascendentes. Las pinturas de Post-scriptum recortan la representación pero sin darnos nada «más allá» de sus figuras. Hay cuadro pero no hay cielo. Las miramos sin poder salirnos. Este uso irónico de la contemplación nos acerca a la segunda de estas acciones, por la que, como dije, se busca aislar la superficie impenetrable (porque no hay imagen o pintura moderna si es habitable por el sentido: si es preciso «entrar»; en tal caso será una representación y no una imagen), cortándola «por detrás» o «por dentro», y que tiene una genealogía que nos conduce hasta Diderot. Es en su deliciosa Paradoja del comediante, escrita en torno a 1773, donde se perpetra una escisión en la vieja tradición platónica por la que se creyó que el rostro es el espejo del alma, que lo visible es expresión transitiva de la interioridad, que es posible expresar sin fingir. Diderot emancipa la apariencia rompiendo su subordinación al interior-corazón. De este modo, el comediante actúa distanciado de las emociones que, sin sentirlas, ensaya ante el espejo. Simula y disimula con hábil oficio, pero no exterioriza. Que

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la representación es una ficción lo sabe muy bien María Dávila. Este desencaje diderotiano entre la gramática –y la retórica– de los gestos del cuerpo y los estados íntimos de la subjetividad, sucedido tras unas décadas en las que el fingimiento rococó de los afectos cobró naturalidad, nos advierte acerca de uno de los logros más poderosos de estas pinturas: y es que en ellas, contra lo que parece, no hay nadie que sienta nada; sólo hay gestos en la superficie, actores expertos en «copiar» sin sentir, conveniencias y retóricas sin subjetividad. Dávila copia (de) la copia descubriéndonos que nada de «veraz» se oculta tras ella. Más abajo volveremos sobre esta mise en abîme por la que se impide la inmediatez de la representación. Porque si llegásemos a creer, siendo entonces espectadores inocentes, que estas imágenes expresasen, comunicasen o actuasen siendo mostración de algún fondo, o que la razón oscura por la que son apariciones quedase en que fuesen esencialmente emocionales y dramáticas y no sofisticadísimamente irónicas y diseccionadoras; o si quisiéramos suponer, ilusos, que están apresadas por sucesos luctuosos, siendo así otra cosa que atrayentes simulaciones del patetismo, careceríamos de los medios por los que afirmar, ante estas pinturas hábilmente dotadas de su propia inteligencia fingidora, que nada hay en ellas que no sea exterioridad sin detrás ni dentro –y sin posibles lecturas previas…–, superficies enteramente saturadas de mera visibilidad, juegos de la inmanencia con los que hacer que se desmorone la lógica de la representación. Las estupendas imágenes obtenidas por la pintora-cirujana tras la ejecución de estos cortes y recortes nos retienen a la intemperie del sentido, expulsados de algún relato en el que cobijarnos. Esta condición de frontalidad –la de los presos de las sombras en la caverna platónica– dota a las imágenes de lo que les es imprescindible: nuestra mirada fascinada. Decididas a no ser ni símbolos de los que participar – como se participa de un credo o de una ceremonia– ni signos designativos y comunicativos, la imagen moderna, desprendida de la densidad ontológica de contar con algún sentido-asidero interior, debe concentrar obsesivamente todas sus fuerzas en clavarnos a su exterioridad resbaladiza. Cabe decir que las imágenes de la pintura soberana no pueden permitirse dejar de ser miradas. Y es por esto por lo que desde –al menos– Manet todo es plasticidad y, por lo tanto, efecto ilusionístico, necesario para sostener al espectador en la tensión de la mirada. Para ello debe obstruir el proceso del entendimiento, impedir la distancia por la que salir de la inmanencia de las figuras buscando la transición protectora hacia la significación. El melodrama, el patetismo en los gestos, los estremecimientos del suspense son instrumentos de las artes de la representación que estas pinturas nos ponen delante como señuelos del sentido.

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Édouard Manet, gran inventor de superficies paralizantes, hizo del mutismo la victoria de la imagen contra las transitividades de la representación. A este linaje de silencios y equívocos, de miradas ausentes, pertenecen estas pinturas llegadas post-scriptum y dedicadas a dificultar la reconocibilidad sin llegar a anularla. Quizá posponiéndola, o postergándola. Para esto, la pintura moderna ha debido hacer suyo un trayecto que la condujo –ganándose a sí misma, dotándose de la potestad de la que participa esta serie– desde la episteme del signo a la inmanencia de las figuras. Estas pinturas de Dávila, como las de Manet o las de Magritte (más cercano a estas imágenes de lo que puede parecer, y a Tuymans y Borremans), se agotan en hacerse ver. O sea: no se agotan. La pintora persiste en la doble escisión mencionada, entre lo interior y lo exterior y entre el instante y la duración, concentrándose en un objetivo ineludible: prestar a la imagen su mayor potencia de presencia, en dejarlas ser, y, sobre todo, en zafarla de las trampas por las que el logocentrismo convierte en signo todo lo que cubre. Con este empeño, Post-Scriptum reúne pruebas delatoras en torno a la mise en évidence de la lógica de la representación, la cual actúa a condición de mantenerse transparente, esto es, desapercibida. María Dávila dedica sus pinturas a mirar con ellas la representación, hasta que consigue advertir que todo en ella es ficción (y no sólo que la ficción es representación, claro). A partir de aquí, bastará, y esto es lo que hace lúcidamente cuadro a cuadro, someterla a la objetualización que se implica en la acción de imitar. Estas pinturas ven la representación y la copian. Sobre estas telas se asiste al resquebrajamiento de la representación, a las averías que se hacen notar cuando se la toma como «modelo» para la pintura. Observar y copiar fotogramas es un modo posible de delatar su índole facticia. Los engranajes, los trucos, las leyendas que nos dejan leer lo que «piensan» los personajes, las falsedades, todo queda visible al obstruirse la inmediata habitabilidad de la representación. María Dávila mira, discrimina, elige, recorta, detiene, copia… hasta que lo ve. Sin querer entrar, claro. Si no sólo serían fotogramas con los que componer un relato. Por eso nos fascinan: quietos y fuera. No se trata sin más de insistir en que la ficción es construcción más o menos verosímil, sino en advertir, hasta el vértigo, que la representación es ficción que debe cumplirse en ser perfecta: sin resquicios por los que se le vea su condición de instancia intermedia, interpuesta; sin ranuras por las que nada se salga. Perfectamente invisible. Sin esperarlo, es en el Libro X de La República (598 b) donde Sócrates da al lector una definición de la imagen capaz de inspirarnos acerca de cómo estas pinturas «posteriores a lo escrito» se mantienen

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en irreductible ajenidad a los modos cognoscitivos que preguntasen por la identidad de ellas como sucesos, relatos o personajes. Es esta: – […] ¿qué es lo que persigue la pintura con respecto a cada objeto, imitar lo que es tal como es o lo que aparece tal como aparece? O sea, ¿es imitación de la realidad o de la apariencia? – De la apariencia. – En tal caso el arte mimético está sin duda lejos de la verdad, según parece; y por eso produce todas las cosas pero toca apenas un poco de cada una, y este poco es una imagen.

Por la razón de que lo propio de la pintura es la imitación de la apariencia, de lo sensible en sus modos de aparecerse, su estatuto de producción de imágenes consiste en que «toca apenas un poco» las cosas. Donde hay imágenes, sólo están ellas tocando mínimamente las cosas. Sin penetrarlas ni poseerlas. Aunque eso sí: con poder para suplantarlas, para conseguir anteponerse a ellas. Las imágenes, sin adentrarse en la identidad de las cosas (y precisamente por esto), sin entender la significación fundamental de aquello que alcanzan a usurpar, son este contacto leve –algo así como la vaporosidad de la imagen-fantasma– requerido para crear la ilusión en la que se simula la apariencia de la cosa sin la cosa. El tacto mínimo dotará a la pintura de la enorme potencia de darnos a los ojos lo que apenas conoce. Esta es su potencia mayor, y también su más alta complejidad moderna: Chardin, el Goya retratista, Seurat, Spilliaert, Morandi, Richter, Tuymans, Borremans y también María Dávila están afanados en ella. El arte por el que el ojo se ocupa de dar apariencia estática a lo que no le corresponde conocer. Escritas hace ya medio siglo, las páginas anexas de Lógica del sentido en las que Gilles Deleuze se pregunta a la manera de Nietzsche por la inversión del platonismo nos devuelven a cierta división (de nuevo estamos ante un corte, pero este es el fundacional), determinante para el porvenir occidental de las imágenes, instaurada en el Sofista (235 d), entre las imágenes producidas por la técnica figurativa (tékhnē eikastiké), copias sin otro cometido que el de reproducir sus modelos con obediente e inequívoca fidelidad (más allá, claro, de las insuficiencias técnicas –artísticas– que puedan padecer o mostrar en esta tarea netamente «realista»), y aquellas otras, las imágenes-simulaciones, que «sólo aparentan parecerse, sin parecerse realmente» (236 b). Entre las imágenes que se cumplen propiciando que por ellas se alcance el modelo, y aquellas otras apariencias afanadas en quedar antepuestas, imponiéndose como presencias engañosas. Estas segundas, si bien se cubren del (con el) parecido, no son indicativas de nada que sea real. Fingen parecerse a lo que no es. No tienen otra dimensión que la de ser apariencias o fantasmas. Parecen sin ser (236 d).

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Sin embargo, desde el momento mismo en el que se acomete esta simple diferenciación ambos términos se tornan confusos, borrosos, indefinidos, y la razón de esta frustración de la mencionada división, por la que se quiso proteger a la imagen-copia protegiéndola del falso pretendiente que es la imagen-fantasma, radica en que el simulacro no tiene más identidad que la de ser potencia capaz de producir equívocos e ilusiones. Su fuerza mayor no consiste en ser sin más una mala copia, con lo que en tal caso se delataría su mera incapacidad para realizar la reproducción exacta, sino en que su ser radica en su poder de invalidación del vínculo, respetuoso de lo real, entre el modelo y la copia. La imagen-simulación «no es simplemente una falsa copia, sino que pone en cuestión las nociones mismas de copia… y de modelo». Creo que es así como debe valorarse el recurso empleado por María Dávila de tomar «modelos» o «motivos» de otros campos de la representación que casi a punto estamos de tomar por naturales. La lectura que Deleuze realiza de la distinción platónica entre la copia que sirve a lo real y la que sólo se sirve de lo real para suplantarlo, siendo esta segunda el simulacro, me parece especialmente idónea para comprender el procedimiento por el que estas pinturas abolen el principio metafísico según el cual existe una realidad última, definitiva, incuestionable, que un buen pintor de copias autorizadas debería tratar de alcanzar. Post-Scriptum, como el simulacro, son pinturas desautorizantes de lo real. Huellas de huellas de huellas… Artificios sostenidos por la imaginación humana exiliados de la vieja ecuación que nos mantuvo dichosos en la confusión entre sustancia y realidad, entre lo increado por lo humano (la naturaleza, lo celestial) y el sentido verdadero. Ante la amenaza de que la «legítima» relación de subordinación de la reproducción al modelo o al original, cuyas existencias pueden probarse, sufriese el sabotaje del simulacro, capaz de aparentar parecerse a lo que sin embargo no existe, Deleuze nos descubre la intención principal de Platón: «Se trata de asegurar el triunfo de las copias sobre los simulacros, de refouler [inhibir, reprimir] los simulacros, de mantenerlos encadenados al fondo, impidiéndoles salir a la superficie e insinuarse por todas partes». La inversión del platonismo habría de consistir en la emergencia de los fantasmas conquistando para sí la superficie impenetrable. Es justamente esto cuanto se lleva a cabo en estas imágenes de María Dávila, dedicadas de este modo a la eclosión de los simulacros liberándolos de las ideas, de la exigencia de la verdad y, con ellas, del vínculo de validez onto-cognoscitiva entre el original y la copia, el modelo y su reproducción.

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Demos un último paso. A partir de las aportaciones debidas a Manet en la década de los sesenta del siglo XIX, la imagen artística ha ganado su autonomía desplegando dos vectores estratégicos y que es preciso diferenciar: por una parte se encuentra la gran tradición espectacularista y estetizante, plasticista, formalista y ensimismada, que, de un modo u otro, nos lleva a las diversas poéticas abstractas; por otra, este otro linaje del que creo que participa la pintura de Dávila, cuyo objetivo principal es el de extrañarnos –más que ensimismarse en su propia vanidad– de la identificación provocando la equivocidad del signo e imponiendo la figuralidad confusa y parcialmente ilegible. Este segundo trayecto es el de una soberanía plenamente moderna que no se corresponde con la negación de toda referencialidad (Post-Scriptum es «totalmente» referencial), sino con la exigencia de que lo creado a través de la pintura permanezca irreductible tanto a su legibilidad como a la mera reproducción mimética de lo real perceptible. En su trabajo sobre Francis Bacon, donde usa la categoría hermenéutica de lo figural de Lyotard1, Deleuze, refiriéndose a los modos característicos de la pintura del irlandés, aprecia muy bien esta doble vía de resistencia a la figuración: La pintura no tiene ni modelo que representar, ni historia que contar. A partir de ahí ella tiene dos vías posibles para escapar de lo figurativo: hacia la forma pura, por abstracción; o bien hacia lo puramente figural, por extracción o aislamiento. Si el pintor tiende a la Figura, si toma la segunda vía, será, pues, para oponer lo figural a lo figurativo.

Las imágenes que conforman Post-Scriptum lanzan las figuras contra lo figurativo. Minando de contingencia y equívocos el orden con el que nos habituamos a identificar lo real, irrealizándolo, las imágenes falseadoras –apariciones haciéndose pasar por copias autorizantes de la mismidad– despliegan para ello una potencia imprescindible, consistente en la desestabilización del sujeto respecto a las distancias protectoras obtenidas por el entendimiento –y, en otro plano, por la actitud estética– al convertir el mundo en su representación. Acerca de la categoría de lo figural debo explicitar que la empleo y sobreentiendo aquí siguiendo las propuestas de JeanFrançois Lyotard en Discours, Figure: «En cuanto al espacio de la figura, “figural” lo cualifica mejor que “figurativo”; este último término en efecto se opone, en el vocabulario de la pintura y de la crítica contemporánea, a “no-figurativo”, o “abstracto”; ahora bien, el trazo pertinente de esta oposición consiste en la analogía del representante y del representado, en la posibilidad ofrecida al espectador de reconocer el segundo en el primero […] La figuratividad es entonces una propiedad que concierne a la relación del objeto plástico con lo que él representa. Ella desaparece si el cuadro deja de tener la función de representar, si él mismo es objeto». Según Lyotard, lo figural se definiría apareciéndose contra lo textual. 1

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Nos aproximaremos al final de estas líneas reparando en el que me parece que es el efecto principal de cuantos despliega esta pintura: la fascinación. «El sentido del misterio es permanecer todo el tiempo en el doble, en el triple aspecto, en las sospechas ante el aspecto (imágenes en imágenes), formas que van a ser o que serán según el estado de espíritu del que las mira», escribía Redon en su Journal. Es así como la imagen fascinante nos apega a ella a la vez que nos excluye. Sobre esta exigencia, nos ha dado Barthes, en sus Fragmentos de un discurso amoroso, una espléndida definición de la imagen (o mejor: de la supervivencia de la imagen como presencia): «He aquí, pues, la definición de la imagen, de toda imagen: la imagen es aquello de lo que estoy excluido». La conquista antiplatónica de la imagen no es otra que la de hacer desaparecer lo que hay: «La imagen exige la neutralidad y la borradura [effacement] del mundo, quiere que todo regrese al fondo indiferente donde nada se afirma, tiende a la intimidad de lo que subsiste aún en el vacío: ésta es su verdad», escribía Blanchot en El espacio literario. No es otra la verdad de estas pinturas: subsistir en el vacío. Inapresables.

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(…) ¿qué ocurre cuando lo que se ve, aunque sea a distancia, parece tocarnos por un contacto asombroso, cuando la manera de ver es una especie de toque, cuando ver es un contacto a distancia, cuando lo que es visto se impone a la mirada, como si la mirada estuviese tomada, tocada, puesta en contacto con la apariencia? (…) Lo que nos es dado por un contacto a distancia es la imagen, y la fascinación es la pasión de la imagen. MAURICE BLANCHOT


Sin título (miroir), 2016 Óleo sobre tabla 120 x 80 cm

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Debajo de las palabras, las piedras María Dávila Antes incluso de los orígenes griegos de nuestra civilización, la mímesis encarnaba la función ritual de sustitución del cuerpo mortal. Así, las primeras representaciones del rostro, primero bajo la forma de máscaras y posteriormente de pinturas o retratos funerarios, apuntaban ya a este estatuto fundamental y originario de la imagen: servir de medio entre dos mundos, a saber, el de los vivos y el de los muertos. La imagen era la frontera, allí donde la muerte era parte integrante de la vida, y en el seno de su misterio sagrado la máscara servía para la reanimación del ausente en una escenificación particular de rememoración y despedida. Se diría entonces que los antecedentes de la mímesis, tanto en su vertiente pictórica como en la teatral, nacen de esta originaria reanimación fantasmal, pues «los mimos fueron actores de personas muertas antes de ser quienes hacen recordar la vida a los espectadores en el teatro».1 Misterio de este primer desdoblamiento que es toda imagen, como presentificación formal de una ausencia primordial. Como intermediaria entre el mundo sensible y ese otro más allá. La experiencia con el cuerpo, que fue traspasada a las imágenes de los muertos, culmina en una experiencia con la mirada, que parte del rostro. Con esto, el efecto de la presencia pura era sobrepasado por el efecto de la alocución, en el sentido de un intercambio de miradas.2

Podríamos decir que la imagen, en esencia, es una cuestión antropológica; que imagen y sujeto caen ambos en este desdoblamiento irreductible entre un exterior y un interior, una presencia y una ausencia, forma sensible e inmaterialidad inteligible, a través del juego sólo aparentemente inocente de la mirada. Si nos remitimos a la experiencia visible del cuerpo, podríamos inferir que todos los cuerpos, incluido el propio, son en cierta manera trascendentes, es decir: «ajenos al sujeto que como tal los conoce, pues su conocimiento se efectúa mediante un acto de imaginación: un acto representativo.»3 La apariencia directa y completa de nuestra propia figura no nos es dada salvo mediatamente, y nuestro acceso a los otros se establece siempre desde la distancia que me separa de lo ajeno, accesible exclusivamente a través de su forma, susceptible de representarse; susceptible de ser imaginada. Pero la diferencia, la distancia, puede ser salvada por el don de la palabra. O quizá eclipsada por esa espera sin fin de una voz muda, expuesta al discurso que nunca calla. 1

Hans Belting. Antropología de la imagen. Madrid: Katz Editores, 2007, p. 190. Íbid., p. 188. 3 Chantal Maillard. La razón estética. Barcelona: Laertes, 1998, p. 169. 2

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Fantôme, 2016

Óleo sobre tabla 80 x 50 cm

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Marionnette, 2016 Ă“leo sobre tabla 120 x 80 cm

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Les statues meurent aussi (detalle), 2016 Óleo sobre tabla 120 x 80 cm

Fantasmagorie, 2016 Óleo sobre tabla 146 x 97 cm

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La doble vida A los grandes narradores, novelistas o cineastas, les ha sido otorgado el común privilegio de poder pensarse en tercera persona, como de un sujeto externo, exteriorizado bajo la forma de un personaje. Así, como en un espejo «el novelista (…) ve su vida interior desde fuera, no necesariamente con los ojos de otro, sino como quien participa en un ritmo o en un sueño.»4 Singularidad visual fascinante de la identificación imaginaria, donde los otros devienen virtualidades de nosotros mismos; los personajes, la realización de esas otras posibilidades. El ser humano ha sido siempre un gran narrador, narrador de historias, y de su propia vida como historia. Las autobiografías son un ejemplo claro, los diarios; pero también cada conversación cotidiana en que nos relatamos, en que traducimos a una sucesión de momentos entramados lo que hemos hecho, visto u oído, en esa extendida tendencia a convertir la experiencia en algo para ser contado. Allí donde lo vivido cabalga libremente con nuestras proyecciones hasta rozar levemente un atisbo de conciencia; hasta rozar la superficie. Todos alguna vez nos hemos pensado como actores de un relato, como parte integrante de un todo organizado, una suerte de estructura que nos excede y a la que de alguna forma obedecen nuestros actos. Ese fatum que presentimos ordena lo que acontece, bajo la forma de «lo que está escrito» y no podemos alterar, a veces, como en el sueño, nos permite asistir cual espectadores a nuestra propia vida, convertida así en un paisaje de símbolos que tan sólo tuviéramos que interpretar. Percepción, proyección, introyección, habitan esta membrana, voluble y permeable, que es nuestra relación con el mundo y con los otros. Encontramos en la ficción, con su abismarse limitado y voluntario en esa proyección exterior, un medio privilegiado para vivir vidas ajenas. En el cine, a menudo el mundo interior de los personajes nos es revelado gracias a la voz en off, donde además el primer plano nos permite leer con mayor precisión gestos y emociones que un plano general no nos ofrecería. En teatro, sin embargo, para saber de los dilemas o sentimientos de un personaje, es necesario que los hable, pues lo que no dice, para el espectador, no existe. «Un héroe de teatro consiste en sus palabras y en sus gestos (…) su “carácter” es inseparable de su acción (…) él, es lo que nos muestra»5 pues «el yo sólo existe plenamente si está 4 5

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Emmanuel Lévinas. La realidad y su sombra. Madrid: Trotta, 2001, p. 61. Jean Starobinski. El ojo vivo. Valladolid: Cuatro Ediciones, 2002, p. 38. La cursiva es nuestra.


apareciendo.»6 El habla es, junto con el gesto y presencia de su cuerpo, la principal herramienta del actor de teatro. No hay narración sin sujeto-personaje, como tampoco sin espectador u oyente. En el cine, la imagen revela una mirada detrás de la cámara: vemos a través de unos ojos, sin embargo ausentes en el momento de la proyección, mirada diferida; mientras que en teatro la presencia humana, directa y viviente, se impone necesariamente de uno y otro lado del escenario, pan-orama de la visión. Ahí, quien habla lo hace a sabiendas de que es escuchado, aunque simule hablar para sí mismo. Igual sucede en nuestra vida cotidiana, donde bajo la mirada de los otros, como de la cámara, nos resituamos continuamente como actores, en el reparto de los diferentes roles que en cada marco referencial representamos. De un lado somos lo que decimos, lo que revelan nuestros actos. Del otro, somos todo aquello que callamos.

6

Íbid., p. 54.

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Masque II, 2016 Óleo sobre tabla 120 x 80 cm

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Gorgo, 2016

Óleo sobre tabla 80 x 50 cm

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La frontera, 2017 Ă“leo sobre tabla 146 x 97 cm

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Sin título (el lazo), 2016 Óleo sobre tabla 80 x 50 cm

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El intervalo Acto I. Invisibilidad Hay dos niñas, dos hermanas que, en un momento de inocencia infantil, recorren la soledad de la casa. En un momento dado, descubren una sábana, y una se oculta a la otra bajo esa superficie blanca, manto virginal y fantasmal, velo de ocultamiento espectral neutralizado bajo su amable apariencia cotidiana. Sin saberlo, quizá por vez primera, conjuran el misterio de la muerte, en un ritual que sin embargo no les pertenece. Como describiera Freud con el ejemplo del fort-da7 –fort: lejos, ausente; da: ahí, presente– para el niño la ausencia temporal no difiere de la ausencia absoluta: «un momento muy breve, digamos, separa el tiempo en que el niño cree todavía a su madre ausente y aquél en que la cree ya muerta. Manipular la ausencia es aplazar este momento, retardar tanto tiempo como sea posible el instante en que el otro podría caer descarnadamente de la ausencia a la muerte»8. Todos llevamos en nosotros ese miedo primigenio a la pérdida que la ausencia despierta, y que se da de forma singular en la experiencia del ser amado. Su ausencia es siempre potencia de la ausencia definitiva, y la espera del reencuentro la preparación de un duelo postergado. Así pues, todo depende de una sutil cuestión de tiempo. Pero ¿qué temporalidad atraviesa al sujeto en el intervalo exacto de la ausencia del otro, esa espera interminable? Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor. De esta distorsión singular, nace una suerte de presente insostenible; estoy atrapado entre dos tiempos, el tiempo de la referencia y el tiempo de la alocución: has partido (de ello me quejo), estás ahí (puesto que me dirijo a ti). Sé entonces lo que es el presente, ese tiempo difícil: un mero fragmento de angustia.9

7

El fort-da hace referencia a una bobina que al caer y rodar por el suelo produce el movimiento de vaivén cuya aparición y desaparición ante los ojos del niño sirve a Freud como metáfora de la ausencia del objeto de deseo –la madre. Este ejemplo, junto con el de la sábana, perteneciente a L’absence de Pierre Fédida, es citado por Georges Didi-Huberman en Lo que vemos, lo que nos mira. 8 Roland Barthes. Fragmentos de un discurso amoroso. Madrid: Siglo Veintiuno Editores, 1993, p. 36. 9 Íbid., p. 35.

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Acto II. Inmovilidad Hay dos niñas, dos hermanas que, en un momento de inocencia infantil, recorren la soledad de la casa. Cuando Ana descubre el cuerpo yacente e inmóvil de Isabel en el suelo frente a la ventana, lo primero que piensa es que se trata de un juego, el viejo truco de «hacerse el muerto», por lo que se acerca lentamente y lo toca, le habla, lo mueve. Entonces, intuyendo aún el engaño, sale de la habitación y, tras aguardar unos instantes, vuelve a entrar rápidamente: busca romper con la representación. Confusa, comienza a asustarse ante la experiencia insólita de contemplar el cuerpo inanimado de su hermana; bajo la sospecha amenazante de lo peor, sale en busca de ayuda, sin éxito; hasta que vuelve al escenario, donde el cuerpo ha desaparecido. Este episodio de El espíritu de la colmena de Víctor Erice, inscrito en el universo siempre mistérico de la infancia, revela la fuerza fascinante y aterradora de lo incomprensible, la fina frontera que separa lo real de lo irreal. La inmovilidad del cuerpo anuncia invariablemente el presentimiento de su fin, experiencia que confirmamos cuando, observando a alguien que duerme, nos detenemos en el ligero movimiento de su pecho para asegurarnos de que respira. Ese intervalo de tiempo entre el estado de reposo y la aparición de un leve cambio, nos mantiene suspendidos en la angustia de lo posible por venir. Y, sin embargo, «vivir, para un griego antiguo, no era, como para nosotros, respirar, sino ver, y morir era perder la vista.»10

10

Régis Debray. Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona: Paidós Ibérica, 1994, p. 21.

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Refoulement, 2016 Ă“leo sobre tabla 100 x 70 cm

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Disociaciรณn, 2016 ร leo sobre tabla 120 x 80 cm

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Antinomia, 2016 Ă“leo sobre tabla 81 x 65 cm

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Refoulement En la versión romana del mito, cuando Orfeo se vuelve para mirar a su amada, en un arrebato de pasión impaciente, en un instante arrebatado, convoca su desaparición para siempre. La muerte en el instante de ese único y último contacto visual, la mirada como pérdida. Mirar y perder se dan la mano en esta metáfora sobrecogedora, como en la de la Gorgona griega, quien «se reconoce en el doble, en el espectro que eres desde que enfrentaste su ojo»11. Pues el miedo a ser visto es distinto del miedo a ver. Si el primero se plantea como la angustia –sartriana– ante la mirada objetualizante del otro, o como la vigilancia omnipresente –panóptica– que revela la ausencia de libertad e intimidad; el segundo es un miedo irracional que entronca directamente con el horror a lo desconocido. En el primer caso, el ocultamiento o el disfraz permitirían ver sin ser visto o identificado, siendo pura mirada oculta tras el anonimato. Sin embargo, en el segundo caso se impone una actitud auto-defensiva, una cegadora inhibición, pues no es la mirada del otro la que nos perturba sino la nuestra misma: desviación –détournement– de la mirada que define este impulso temeroso de percibir la presencia de lo inimaginable, el miedo a entrar en el dominio de una fascinación donde el hombre no puede ya retirar su mirada, «corriendo el riesgo de quedar atrapado allí.»12 El cadáver, la estatua, el autómata, son rostros in-videntes. Son imágenes cuyos ojos permanecen ciegos a quienes con su mirada los interpelan. Y sin embargo, si frente al viviente tememos su caída en la inmovilidad definitiva, frente al cuerpo inerte nos perturba ver brotar el mínimo destello de vida. Nos sentimos sujetos por la imagen, en una «inquietante extrañeza» que conecta con el ritual de las máscaras funerarias que los familiares portaban, mirando a través del rostro ya por siempre ciego y mudo. Y es que mirar el cuerpo sin vida es verlo reducido absolutamente a sí mismo, pues «el cadáver es su propia imagen (…) es lo parecido por excelencia»13. Mirar el rostro nos remonta a esa experiencia primera de unión sim-bólica entre dos mundos, a un diálogo entre miradas sin respuesta.

11

Jean-Pierre Vernant. La muerte en los ojos. Figuras del Otro en la antigua Grecia. Barcelona: Gedisa, 2001, p. 106. Íbid., p. 104. 13 Maurice Blanchot. El espacio literario. Barcelona: Paidós Ibérica, 2000, p. 247. 12

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Conscience de double, 2016 Óleo sobre tabla 146 x 97 cm

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L’autre côté, 2016 Óleo sobre tabla 120 x 80 cm

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Sin título, 2016 Óleo sobre tabla 81 x 65 cm

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El rostro (…) es la experiencia que hago cuando, cara a esta cara que se me ofrece sin resistencia, veo alzarse, «desde el fondo de aquellos ojos sin defensas», a partir de esta debilidad, de esta impotencia, lo que se entrega radicalmente a mi poder y lo recusa absolutamente, convirtiendo mi poder más alto en im-posibilidad.14

Mirar a los ojos es enfrentarse a ese vacío que habita el fondo de la mirada, a lo impenetrable de la muerte que nos mira desde el fondo del Otro, como desde nuestra propia imagen especular; imagen que se me escapa, siempre diferida-de-mí. Lo propio como ajeno, lo ajeno como lo mismo, en esa única mismidad posible de nuestro común y último destino. Sucede entonces que la imagen de toda persōna, su máscara impenetrable, destituye cualquier posibilidad de comprensión o certeza, dejándonos desasidos en nuestra impotencia ante el extrañamiento profundo de ese «agujero de la visión» en que se abisman sus ojos.

14

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Maurice Blanchot. La conversación infinita. Madrid: Arena Libros, 2008, p. 69.


La muerte en la conversaciรณn, 2017 ร leo sobre tabla 120 x 80 cm

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Marionnette, 2016 Ă“leo sobre tabla 120 x 80 cm

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Vocación de estatua Y sin embargo, miremos atentamente el rostro de una persona desprovista de la conciencia de ser observada; miremos durante un tiempo prolongado hasta captar ese instante fugaz en que se revela en su desdoblamiento original: ser sí misma siendo otra, ser dos a un mismo tiempo. Detengamos ese momento de la secuencia en que, «tras el doble disfraz de la confidencia personal y el relato histórico, aflora lo maravilloso a-temporal.»15 La naturaleza representacional de la vida cotidiana nos devuelve su envés en esta curiosa reversibilidad: la verdad desde la ficción como ese intersticio de autenticidad que se sacrifica en un instante de descuido por parte del actor, por parte del mirado, y que permite aflorar su más profundo interior a la superficie, sin necesidad del habla, por fuera de ella. (…) cuando estamos frente a las cosas mismas, si miramos fijamente un rostro, una pared, ¿no ocurre también que nos abandonemos a lo que vemos, que estemos a su merced, sin poder frente a esta presencia de pronto extrañamente muda y pasiva? (…) ocurre entonces que la cosa que miramos se ha hundido en su imagen, que la imagen ha alcanzado ese fondo de impotencia donde todo vuelve a caer.16

La realidad deviene imagen cuando algo en ella nos mira. Ser asidos por la imagen, por una mirada en el seno de lo visible, es entrar en el orden de la participación, ese ritmo o confluencia donde «ya no hay sí-mismo, sino como una transición de sí al anonimato.»17 Mirar al otro en ese ínfimo momento de caída nos invita a una identificación piadosa y extraña; una suerte de enajenación o pérdida-de-sí que nos mantiene suspendidos de alguna forma en el tiempo sin tiempo de ese rostro con vocación de estatua.

15

Jean Clair. Malinconia. Motivos saturninos en el arte de entreguerras. Madrid: Visor, 1999, p. 192. Maurice Blanchot. El espacio literario, op. cit., p. 244. 17 Emmanuel Lévinas, op. cit., p. 48. 16

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La doble distancia, 2017 Ă“leo sobre tabla 162 x 114 cm

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El gesto, 2017

Óleo sobre tabla 70 x 50 cm

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Donner-à-voir Un porvenir eternamente suspendido flota en torno a la postura fija de la estatua como un porvenir para siempre porvenir. La inmanencia del porvenir dura ante un instante privado de la característica esencial del presente que es su evanescencia.18

En la re-creación que la representación –pictórica o escultórica– posibilita, se dan dos tiempos cruzados, diferentes de la instantánea indicial de la fotografía. Mientras que ésta última detiene, fija el momento desde entonces irrecuperable y suspendido, la imagen reconstruida instaura un cuerpo nuevo en el mundo material. Hay así un doble acontecimiento: el paso de la realidad a su imagen, y el de la imagen a la realidad. Es en este segundo paso que, en cierto modo, nace un nuevo rostro hasta entonces inexistente. Un rostro que, en el proceso de formalización, se realiza, haciéndose visible gracias a una mano extrañamente autónoma e insumisa. Las manos, esos órganos sin ojos ni voz que sin embargo ven y hablan, según Henri Focillon. Pintar es ver con las manos, manos que piensan. Sin embargo, a diferencia de la musa de Pigmalión, este nuevo cuerpo no cobra vida, sino que se manifiesta en la inmovilidad de una espera para siempre diferida. Presencia serena e inmutable del mudo acuerdo ante eso que sucede fuera del tiempo. La experiencia del instante que procura la mirada estética abre paso a una conciencia expandida y vertical del momento presente, a un cierto más acá de la realidad. Sin embargo, toda imagen impone una distancia, la doble distancia de un ir y venir continuo en esa separación irreductible entre el que mira y lo mirado que ninguna mano alcanza. Ida y vuelta de sí al otro, de la conciencia escindida a la sensación eterna y efímera de una profunda unidad.

18

Emmanuel Lévinas, op. cit., p. 59.

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Biografía María Dávila (Málaga, 1990) es licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Málaga, donde obtuvo el Premio Extraordinario de Licenciatura en 2013. Tras realizar el máster en Producción e Investigación en Arte de la Universidad de Granada (2014), actualmente cursa los estudios de doctorado en Historia y Arte de la UGR con la beca de investigación FPU concedida por el Ministerio de Educación y Cultura. En febrero de 2013 realiza su primera exposición individual en el Centro Cultural Provincial de Málaga bajo el título Después, el silencio; su segunda muestra individual, Anagnórisis - La Trama (2014), tiene lugar en la sala de exposiciones de la Facultad de Bellas Artes de Málaga, a la que sigue Dramatis personae (2015), fruto de las ayudas a la producción del programa Iniciarte de la Junta de Andalucía, expuesta en la Sala del Palmeral de las Sorpresas (Málaga). Su última exposición, Anónimo, ha tenido lugar en la Fundación CajaGranada (Granada) el pasado mes de febrero, fruto de la investigación artística realizada en colaboración con la Universidad de Granada. Ha participado asimismo en diversas exposiciones colectivas en salas de Málaga, Sevilla y Granada. Su obra se ha mostrado en la XVII Bienal de Jóvenes Creadores de Europa y el Mediterráneo (Milán, 2015); la muestra itinerante Made in Spain: Periplo por el arte español de hoy (Venecia, 2015) y la Feria Internacional de Arte Contemporáneo YIA Art Fair (#09 Bruselas, #11 París, 2017). Ha sido reconocida con el Primer Premio Málaga Crea de Artes Visuales (2014), y el VI Premio de Pintura de la Universidad de Málaga (2012); ha sido finalista del Premio Internacional de Artes Plásticas Obra Abierta (Plasencia, 2014), así como del Premio Internacional de Pintura Focus-Abengoa (Sevilla, 2014), y preseleccionada en dos ediciones del Premio BMW de Pintura (Madrid, 2015 y 2016).

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Translations


Cutting Representation. Resistances of the present image Luis Puelles

The actor’s tears flow from his brain. Denis Diderot, The Paradox of Acting

Coming to think that María Dávila is armed with a scalpel and assuming that her images – as events in still tension – are defined by actions of excision, I amuse myself hunting for a clue – which allows me to look at these mute figures – in the appalling ‘philosophical dictionary of surgery’ written by Cristóbal Pera, El cuerpo herido (The wounded body). While prowling around the dictionary entries, I let myself be seduced by the illusion – because from start to end we will be overwhelmed by the rhetoric of illusion – that these blurred and illegible paintings arise as effects without substance from the sophisticated operation of cuts and extractions made by the artist on the canvas where the body as image leaves the recumbent representation. What escapes representation on this dissecting table, where painting or the painter herself invokes the longing for a narration in which we could take refuge and the relentless stillness of the figures is the image and the power of its presence, more precisely, the image as opacity and intransitivity, the image which comes ‘after’ writing, but also ‘behind’ it. The painter applies herself to prioritise images, to impose them over all other things, to release them from legibility and the possibility of any protective sense. The painting or the painter puts the images first and in front of us, presenting them as inevitable apparitions. By dint of separations and interruptions, Post-Scriptum’s paintings are rigorous operations addressed against everything interfering with the unambiguous will of showing these figures, which want to be sovereign. Only thus, resisting the logic of representation, can these images be seen as they wish to be seen: as presence without clarity revealing and concluding them, without distance to bring them back to representation. Most importantly, these images are capable of creating effects. In my view, this is the main goal of María Dávila’s machine-paintings. The artist creates the conditions for imposing

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these images and prevents rationality from reaching them. Unless we manage not to see them, the almost hypnotic effect of immediacy is the loss of the distance by which the recipients of these works, when facing these images from a contemplative perspective, think they understand them. In a manner clearly contrary to that of the cinematographic image, these paintings seek to relegate us to be their objects. Therefore – or to this end – they veil themselves with enigma, becoming subjects willing to escape. When present, the image confronts and fascinates us until we manage to escape – and to move away – and reach the representation needed to give sense to it. The embellishing sterilisation of artistic operations is related to the distance transforming them into a representation coated with formal and plastic qualities which deserve our admiration. María Dávila’s work is not along these lines. Moreover, it is not so despite appearances, even if her images want to please the eye and are terribly seductive. We will soon come back to this point, but now let us speak of Pera’s dictionary. Disturbed by the positioning of the hands in these figures that show and hide themselves – silent, absorbed, seen from behind – and remembering that this paradoxical simultaneity defines Adorno’s notion of ‘enigma’, I stop myself at Pera’s dictionary entry for ‘surgery’, which reads as follows: ‘Etymologically, the word “surgery” comes from the Greek kheirourgía, which is composed of the terms kheír (hand) and érgon (work), so in principle its semantic field reaches everything related to manual work, technique (techné) and manual skill.’ Surprisingly enough, these words match the surgeon’s and the painter’s practices. The two of them stand before a body which will be submitted to the sharp point of a manual instrument used to ‘define’ or ‘dissect’, to draw lines and perimeters, to evacuate the blood or to bring images to presence. They tear, extract and isolate the different parts. They focus their gaze on the still matter, evading the possibility of life in it. The painter-surgeon immobilises representation in order to show its functioning. With different nuances, this same vocation was already present in Picabia, Léger, Duchamp and Max Ernst’s unreal machines as well as in Max Ernst’s collages. Here is one of the fates of modern representation: to be despoiled by the action of painting itself. This can be seen both in the great Picabia and Paul Klee’s defamiliarisation of the sign and in the permanent profanation carried out by Picasso. Duchamp transformed the brokendown representation – which was already visible, objectified and transportable – in the main motif of his games, which were considered artworks. He played chess with representation and stopped the game when he felt it; he filled his pipe… and did not resume the game. Post Scriptum’s paintings are Duchampian.

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Dávila sharpens her intelligence by making two strategic incisions in the continuity of representation. The first is rather a ‘clipping’ (the obtaining of the tableau); it spatialises the image by interrupting or suspending the narration flow. The second extracts the appearance from the essence; thus, the breach between immanence and transcendence is made clear, invalidating the metaphysical necessity for sense, which implies that the image – or the sensitive – is the concrete and restrained appearance of some logical, primitive and abstract sense. The painter focusses her gaze and scalpel in this double action: to fix the image and to bring it to surface without any possible perspective. Nothing will remain after the image or behind it or at the back of it and there is nothing before it. Thus comes the image to presence, thus it is rescued from the proceedings that cannot look at it if they understand it. Radically speaking, one could say that the action of looking is incompatible with understanding or reading. The action of looking lies in ‘extracting’ the image from the hole of representation. The painter-surgeon removes the presence of the image and creates the resistances of its showing. The first excision consists of extracting or removing – suspending the image in front of the eyes without any support – the figures from the fables, the tableau from the narration, the visible from the temporality of legibility and the image from the materialisation of meaning. Thus is achieved the interruption of the complex inference of the signs where lies understanding. To this effect, the painter uses paralysing resources such as the absence of perspective, the expansion of the foreground, the lack of any habitable composition and the deficiency of narration. Mutism is everywhere and the touch cannot catch anything. María Dávila and her evasive paintings – which cannot be ‘grasped’ by logos – are in the wake of Manet. These images fail to be occupied and expulsed by meaning. In order to be looked at – they live off that – images must be inhabitable and inhospitable, convex and not concave. The instantaneity of the plastic image was defined in ontological terms by Lessing in his Laocoon (1766). In this work, painting – and here begins the persistent path towards its sovereignty – is completely isolated and strains into a space opened by the image itself; it occupies it – it becomes surface in order to occupy this space – between the previous and the subsequent, in a pregnant moment which refers to what happened and to what will happen. Dávila’s operations use the implications of this suggestive suspension. Her ironic interest for narration in cinema and theatre stems from here. Nevertheless, together with the weakness of the precepts of composition, the cancellation of perspective and the use of the foreground – which was studied by Benjamin in his 1936 writing on the aura – the cuts made by the artist tear the fundamental notion of contemplation. Let us analyse

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this point in detail. The notion of contemplation has managed to escape the desecrating revision made by genealogist and deconstructive post-Nietzschean hermeneutics, hence the great intellectual interest of irony in these machine-paintings. It suffices to show the cut made to the object of vision in order to highlight representation. The word ‘contemplation’ comes from the Latin verb contemplare, a derivative from templum, which initially defined the airspace delimited by the augur’s cane in order to observe the omens. In his work El ojo místico (The mystic eye), Victor Stoichita mentions the templum: ‘One of the primitive senses of the word templum is the sky. Subsequently, the word referred to a rectangle drew in the sky, a consecrated space created to be “contemplated.”’ The augur cuts the sky and consecrates it with his cane. María Dávila is the painter-augur. At least she makes us think so. Stopping the image by removing it from the continuity of time is the first condition to fix it as an object for contemplation and the contemplative attitude has a feature of consecration or transcendence that cannot be evaded, since even when we refer to aesthetic contemplation in modern terms, we make the assumption that we can reach a ‘high’ and ‘extraordinary’ meaning, which more or less redeems us from crude reality. Dávila knows all this and makes it work in her favour. The artist does her paintings as if naively offering them for contemplation. However, just when the spectator is ready to receive the sacred – which cannot be touched – the vertigo arrives because there is only surface. It is understood that the supremacy of plasticity does not easily give in to transcendent temptations. Even if the paintings in Post-Scriptum cut representation, they do not offer anything ‘beyond’ their figures. There are paintings but not sky. We look at them without being able to escape them. This ironic use of contemplation brings us closer to the second of those actions which, as mentioned before, is aimed at isolating the impenetrable surface – because no modern image or painting can be inhabited by sense, because if it is necessary to ‘enter,’ then it is representation, not image – cutting it ‘from behind’ or ‘from the inside’ and the genealogy of this use takes us to Denis Diderot. In his delightful Paradox of Acting, written around 1773, Diderot made an excision to the old Platonic tradition according to which the face was the mirror of the soul and the visible, the transitive expression of interiority that can be expressed without feigning. Diderot emancipated appearance, breaking its subordination to the inside and the heart. Thus, actors can play their role separating themselves from the emotions they rehearse in front of the mirror. Actors simulate and dissimulate skilfully without externalising their feelings. Representation is fiction, María Dávila is well aware of this. This Diderotian separation between the grammar – and the rhetoric – of body gestures and the intimate states of subjectivity, which took place after those decades in which the rococo pretence of affections became natural, warns us about one of the most powerful achievements of these paintings: against all

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appearances, in these paintings nobody feels anything; there are only gestures on the surface; actors who are experts in ‘copying’ without feeling; suitability and rhetoric without subjectivity. Dávila copies (from) the copy showing us that nothing ‘true’ hides behind it. Below, we will return to this mise en abîme which avoids immediacy in representation. If, like naïve spectators, we come to believe that these images express, convey or act to show some kind of depth or that the dark reason why they are appearances is that they are essentially emotional and dramatic and not sophisticatedly ironic and dissecting, or if, being gullible, we choose to suppose that these images are prey to tragic events and are attractive simulations of pathos, we cannot affirm – before these paintings which have a skilful intelligence for pretending – that nothing in them is different from exteriority without behind and inside – and without any possible previous readings; these surfaces are completely saturated with mere visibility, games of immanence aimed at dissolving the logic of representation. The fantastic images obtained by the painter-surgeon after making those cuts and clippings keep us out of the meaning, expelled from a narration in which we could take refuge. This frontal condition – that of those who are prey to shadows in Plato’s cave – provides the images with something essential: our fascinated gaze. Decided not to be a shared symbol – as we share creeds and participate in ceremonies – or a designative and communicative sign, the modern image, which is detached from the ontological density of inner meanings and supports, must focus obsessively, with all its strength, on fixing us to its evasive exteriority. It can be said that the images of sovereign painting cannot allow themselves to stop being looked at. That is the reason why at least since Manet everything is plasticity and, therefore, an effect of illusion aimed at maintaining spectators within the tension of the gaze. To that effect, the artist must block the process of understanding, avoiding the distance which allows us to escape from the immanence of the figures in order to seek a protective transition towards meaning. Melodrama, pathos of gestures and shivers of suspense are the tools of the arts of representation placed before us by these paintings as lures of meaning. Édouard Manet, the great inventor of paralysing surfaces, transformed mutism into the victory of the image against the transitivities of representation. The paintings in Post Scriptum belong to this lineage of silence, misunderstandings and absent gazes; they are devoted to hindering acknowledgment without cancelling it, maybe only postponing it or deferring it. To do so, modern painting – reaching itself and acquiring the power characteristic of these works – has had to take a path which has lead it from the episteme of the sign to the immanence of the figure. These paintings by Dávila, like those

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by Manet or Magritte – whose paintings are closer than initially appears to these images as well as to those of Tuymans and Borremans – become exhausted when they try to be seen. That is: they do not become exhausted at all. The painter persists in the above-mentioned double excision, separating interiority from exteriority and instant from duration, focussing on an unavoidable goal: providing the image with its greatest power of presence, allowing it to be and, above all, releasing it from the traps used by logocentrism to transform into signs everything it touches. With this determination, Post-Scriptum gathers the telltale evidence around the mise en évidence of the logic of representation, which only acts when staying transparent, that is, when going unnoticed. María Dávila devotes her paintings to looking at representation through them, until she manages to notice that everything in them is fiction – and certainly, this does not only mean that fiction is representation. Henceforth, it will suffice to submit it to the ‘objectualisation’ implied in the action of imitating, as she does lucidly, painting after painting. These paintings see representation and copy it. In these canvases we see the decomposition of representation, the breakdowns made visible when representation is taken as a ‘model’ for painting. Observing and copying frames is a possible way of revealing its factitious nature. The gears, the tricks and the legends allow us to read the characters’ ‘thoughts’ and their falseness. Everything becomes visible when the immediate habitability of representation becomes blocked. María Dávila looks, differentiates, chooses, cuts, stops, copies and so on until she sees it. Of course, she does not want to enter; otherwise these images would be only frames to compose a story. That is the reason why these images fascinate us: we are motionless and outside. This is not about insisting on the fact that fiction is a more or less plausible construction. This is about observing, until vertigo, that representation is fiction that must be accomplished in perfection, without cracks showing its intermediate and interposed nature, without fissures, so nothing can get out of there, perfectly invisible. Unexpectedly, in Book 10 of The Republic by Plato (598b), Socrates’ definition of the image can inspire us with regard to how these paintings, which come ‘at the end of the writing,’ are inevitably alien to the cognitional ways which question their identity as events, accounts or characters. The quote goes as follows:

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To what is painting directed in every case, to the imitation of reality as it is or of appearance as it appears? Is it an imitation of a phantasm or of the truth?” “Of a phantasm” he said. “Then the mimetic art is far removed from truth, and this, it seems, is the reason why it can produce everything, because it touches or lays hold of only a small part of the object and that is a phantom [an image].

What is special about painting is the imitation of appearance, the imitation of the sensitive and its ways of appearing, its statute for producing images, which ‘touches or lays hold of only a small part of ’ the things. There are only images where there are images, barely touching the things, without penetrating them or possessing them, although empowered to take the place of them and prevail over them. Without going in depth into the identity of things – precisely for this reason – and without understanding the essential meaning of what they manage to usurp, images are this light contact – something like the vaporous nature of the image-phantom – required to create the illusion of simulating the appearance of the thing without the thing. The minimum contact will provide the painting with the enormous power of showing what it barely knows. This is its greatest power, as well as its greatest modern complexity: Chardin, Goya the portrait painter, Seurat, Spilliaert, Morandi, Richter, Tuymans, Borremans and also María Dávila work on it. In this art the eye works on providing a static appearance to what it should not have to know. Written more than half a century ago, the annex pages of The Logic of Sense by Gilles Deleuze ponder about the inversion of Platonism in a Nietzschean way, returning us to a certain division – once again we are in front of a cut, but this time it is the foundational one – which is critical to the Western future of images. This division was established in ‘The Sophist’ (235d) between the images produced by the figurative technique (tékhnē eikastiké), which were copies with the sole mission of reproducing their models with obedient and unequivocal accuracy – beyond the technical (and artistic) inadequacies of this clearly ‘realistic’ task – and those other images, the image-simulations that ‘only appear to be like them, without really being like them’ (236b), between the images which intend to reach their model and those other appearances which endeavour to prevail, imposing themselves as deceptive presences. While the latter seem to resemble the model, they are not indicative of anything real. They pretend to appear what is not. Their only dimension is to be appearances or phantoms. They appear but they are not like (236 d). However, from the very moment when this simple distinction is made, the two terms become confusing, blurred and vague. The reason for this frustration of the above-mentioned division – which attempted to protect the image-copy from the false pretender that is the image-phantom – lies in the

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fact that the only identity of the simulacrum is its power, which can produce misunderstandings and illusions. Its greatest strength is not being merely a poor copy, since this would reveal its inability to make an accurate duplicate, but rather its power for invalidating the link between the model and the copy, a link faithful to reality. The image-simulation ‘is not merely a false copy, but it questions the very same notions of copy and model.’ In my view, the resource used by María Dávila consisting of taking ‘models’ or ‘motifs’ from other fields of representation which could almost be taken as ‘natural’ must be assessed this way. Deleuze’s reading of the Platonic distinction between the copy which is at the service of reality and the copy which only uses reality to take the place of it – the latter being the simulacrum – seems to me specially appropriate in order to understand the procedure by which her paintings abolish the metaphysical principle according to which there is an ultimate, definitive and unquestionable reality which a good painter of authorised copies should attempt to reach. As with simulacrum, the paintings in Post Scriptum discredit reality. They are the remnants of the remnants. Resulting from human imagination, these artifices are banned from the old equation which kept us happy in the confusion between substance and reality, between what has not been created by mankind – nature or the celestial – and true sense. When faced with the threatening sabotage of the ‘lawful’ relation of subordination between the copy and the original model – which can be verified – carried out by simulacra, which can pretend to resemble the non-existent, Deleuze reveals Plato’s main intention: ‘It is all about guaranteeing the victory of copies over simulacra, about inhibiting, restraining [refouler] simulacra, keeping them chained to the depths and preventing them from surfacing and suggesting their presence everywhere.’ The inversion of Platonism should be the emergence of phantoms and their conquest of the impenetrable surface. This is precisely what is present in María Dávila’s images, which are devoted to the advent of simulacra, releasing them from the ideas and the need for truth and, with them, from the link based on the ontological and cognitive validity between the original and the copy, between the model and its duplicate. Now let us take a final step. Since Manet’s contributions dating from the 1860, the artistic image has gained autonomy by taking two strategic directions which have to be distinguished. On the one hand, there is the great embellishing, plasticist, formalist and absorbed tradition of spectacle, which one way or another leads us to different abstract poetics. In contrast, there is a different lineage where I see Dávila’s painting, the main goal of which is to defamiliarise spectators from identification – more

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than becoming absorbed in its own vanity – provoking the ambiguity of the sign and imposing a confusing and partially illegible figurality. The sovereignty of this second direction is totally modern and is not correlated to the negation of all referentiality – Post Scriptum being ‘absolutely’ referential – but rather to the need to keep painting inaccessible in terms of legibility and the mere mimetic copy of the perceptible reality. In his work on Francis Bacon, Deleuze refers to Lyotard’s1 hermeneutical category of ‘the figural’ when describing the characteristics of the Irish artist’s painting, underlining this two-way resistance to figuration: Painting has neither a model to represent nor a story to narrate. It thus has two possible ways of escaping the figurative: towards pure form, through abstraction; or towards the purely figural, through extraction or isolation. If the painter keeps to the Figure, if he or she opts for the second path, it will be to oppose the ‘figural’ to the figurative.

The images in Post Scriptum throw their figures against the figurative. Through eventualities and misunderstandings, they undermine the habitual order used to identify the real, ‘unrealising’ it. For that purpose, the distorting images – those appearances which pass themselves off as valid copies of the sameness – deploy an essential power consisting of destabilising the subject in relation to the protective distance achieved through understanding – and, at another level, through aesthetic attitudes – transforming the world into its representation. We come to the end of these lines and I realise about which seems to me to be the main effect produced by this painting: fascination. As Odilon Redon wrote in his journal: ‘The sense of mystery consists of continuous ambiguity, of the double and triple aspects, hints of aspects (images within images), forms that are about to come into being or will take their being from the onlooker’s state of mind.’ Thus the fascinating image brings us closer to it while excluding us. In relation to this requirement, in A Lover’s 1

I should make clear that I use the category of ‘the figural’ in this context following Jean-François Lyotard’s propositions put forward in his work Discours, Figure: ‘As for the space of figure, “figural” qualifies it better than “figurative.” Indeed the latter term, in the vocabulary of painting and contemporary criticism, opposes the space of the figure to “non-figurative” or “abstract.” The relevant feature of this opposition resides in the analogy of the representative and the represented, and in the spectator’s ability to recognize the latter in the former… Figurativity is thus a property that applies to the plastic object’s relation to what it represents; it becomes irrelevant if the picture no longer fulfills a representational function, that is, if it is the object itself.’ According to Lyotard, the figural is defined against the textual.

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Discourse: Fragments, Roland Barthes offers a fantastic definition of the image (or, preferably, of the survival of the image as presence): ‘Here then, at last, is the definition of the image, of any image: that from which I am excluded.’ The anti-Platonic conquest of the image is the ability to cause what is there to disappear: ‘The image requires the neutrality and the effacement of the world, it wants everything to return to the indifferent depth where nothing is affirmed, it inclines toward the intimacy of what still continues to exist in the void; its truth lies there,’ wrote Maurice Blanchot in The Space of Literature. This is the truth of these paintings: to continue to exist in the void, uncaptured.

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But what happens when what you see, although at a distance, seems to touch you with a gripping contact, when the manner of seeing is a kind of touch, when seeing is contact at a distance? What happens when what is seen imposes itself upon the gaze, as if the gaze were seized, put in touch with its appearance? … What is given to us by this contact at a distance is the image, and fascination is passion for the image.1

Under the words, the stones María Dávila Even before the Greek origins of our civilisation, mimesis embodied the ritual function of replacing the mortal body. Thus, the earliest representations of the face, first in the form of masks and later in the form of paintings or funerary portraits, already suggested this fundamental and initial statute of the image, which is to serve as a vehicle between two worlds, that is, the world of the living and the world of the dead. The image was the boundary, the place where death was an integral part of life and, in its sacred mystery, the mask was used to revive the missing person in a peculiar staging of remembrance and farewell. One could say that the background of mimesis, both in pictorial and theatrical terms, is rooted in this initial and ghostly revival, since ‘the mimes were the actors of the dead before being those who, in the theatre, remind spectators of life.’2 This is the mystery of the first split that is the image considered as a formal ‘presentification’ of an essential absence, as an intermediary between the world of the senses and the afterlife. The experience with the body, which was transferred to the images of the dead, ends in an experience with the gaze, starting in the face. Thus the effect of pure presence was overtaken by the effect of the speech, in the sense of an exchange of gazes.3

Our experience reveals that every image is an anthropological issue into which image and subject inevitably fall in the split between the external and the internal, the presence and the absence, and sensitive forms and intelligible immateriality, by means of a game of the gaze which is only apparently naïf. If we refer to the visible experience of the body, we could infer that all bodies, including our own, are somehow ‘transcendent’, that is, ‘alien to the subject that knows them as such, since its knowledge 1

Maurice Blanchot. The Space of Literature. London: University of Nebraska Press, 1982, p. 32. Hans Belting. Antropología de la imagen. Madrid: Katz Editores, 2007, p. 190. (TN: My translation). 3 Ibidem, p. 188. (TN: My translation). 2

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is achieved by an act of imagination: by an act of representation.’4 The direct and complete appearance of our own figure is given to us only mediately and our access to others is always gained from the distance separating us from them, a distance which is accessible only by means of its form, which is open to representation as well as to being imagined. However, the difference, the distance, can be bridged by the gift of the word. It may be eclipsed by this endless wait of a mute voice exposed to the speech that never keeps quiet.

Double Life Great narrators, novelists and filmmakers enjoy the privilege of thinking of themselves in the third person, as if they were an external subject exteriorised in the shape of a character. Just as in a mirror, the ‘novelist sees his inner life on the outside, not necessarily through the eyes of another, but as one participates in a rhythm or a dream.’5 This is the fascinating visual singularity of the imaginary identification, where others become virtualities of ourselves, characters and materialisations of those other possibilities. We have always been great narrators, narrators of stories and of our own lives as stories. Autobiographies and journals are a clear example of this, as well as daily conversations where we tell our own story, translating what we have done, seen or heard into a succession of interwoven instants. This is the result of a common tendency: transforming experience into something to be narrated. Together with our projections, life experiences ride freely until they graze a shadow of consciousness, until they rub the surface. At one time or another we have all thought of ourselves as the characters in a story, as an integral part of an organised whole, a sort of structure exceeding us and to which our actions obey somehow. The fatum that we sense organises events in the shape of ‘what is written’ and cannot be changed by us. At times, as in a dream, it allows us to attend as spectators to our own life, which is transformed into a landscape of symbols that we only have to interpret. Perception, projection and introjection inhabit this volatile and permeable membrane, which is our relation to the world and to others. Given its limited and voluntary ability to plunge into the abyss of that outside projection, fiction is a privileged means for living other lives. In films, the inner world of characters is revealed to us by means of the voice-over, and the foreground allows us to read their gestures and emotions more accurately than in general shots. Nevertheless, in theatre, in order for us to discover the dilemmas and feelings of the characters, they need to narrate them, since what goes unsaid does not exist for 4 5

Chantal Maillard. La razón estética. Barcelona: Laertes, 1998, p. 169. (TN: My translation). Emmanuel Lévinas. ‘Reality and Its Shadow’ in The Levinas Reader. Oxford: Basil Blackwell, 1989, p. 140.

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spectators. ‘Theatre heroes are made of words and gestures, their “character” cannot be separated from their actions; they are as they show themselves, since the self exists fully only when it is appearing.’6 Along with gestures and the presence of their bodies, the speech is the main tool of theatre actors. There is no narration without subject-character or spectators and listeners. In films, what we see reveals a gaze behind the camera: we see through the eyes, although they are absent in the moment of the projection – deferred gaze – whereas in the theatre, the human presence is direct and alive; it necessarily imposes itself on either side of the stage, ‘pan-orama’ of vision. In the theatre, the persons who speak know that they are being listened to, even if they pretend to speak to themselves. The same goes for daily life, where under the gaze of others – similar to the camera’s gaze – we constantly reposition ourselves as actors in the allocation of the different roles we play in every frame of reference. On the one hand, we are what we say, which is revealed by our actions. On the other, we are everything we keep quiet about.

The Intermission First Act. Invisibility There are two girls, two sisters who go through the solitude of their house in a time of childhood innocence. At one point, they find a sheet and one hides the other under that white surface, an untainted and ghostly cloak, a veil of spectral concealment which is neutralised under its nice everyday appearance. Without knowing it, maybe for the first time, they conjure up the mystery of death in a ritual which does not belong to them. As described by Freud in the example of the fort-da7 – fort meaning far, absent, and da meaning there, present – for children, temporary absence is no different to absolute absence: ‘a very short interval, we are told, separates the time during which the child still believes his mother to be absent and the time during which he believes her to be already dead. To manipulate absence is to extend this interval, to delay as long as possible the moment when the other might topple sharply from absence into death.’8 6

Jean Starobinski. El ojo vivo. Valladolid: Cuatro Ediciones, 2002, p. 38. (My italics). (TN: My translation). The term fort-da is a reference to a reel which produces a to-and-fro movement when a child tosses it away before pulling it back into view. The child’s perception of the appearance and disappearance of the reel is used by Freud as a metaphor for the absence of the object of desire: the mother. Along with the example of the sheet, coming from Pierre Fédida’s book L’absence, this example is quoted by Georges Didi-Huberman in his work Ce que nous voyons, ce que nous regarde (What we see looks back at us). 8 Roland Barthes. A Lover’s Discourse: Fragments. New York: Hill and Wang, 1978, p. 36. 7

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We all feel this primitive fear of loss caused by absence, a fear which appears in a particular way before the beloved. The beloved’s absence always entails the possibility of definitive loss and the wait for the reunion is like getting ready for a postponed mourning. Thus, everything is a subtle matter of time. But which temporality is traversing the subject in the exact interval when the other is absent, during that endless wait? Endlessly I sustain the discourse of the beloved’s absence; actually a preposterous situation; the other is absent as referent, present as allocutory. This singular distortion generates a kind of insupportable present; I am wedged between two tenses, that of the reference and that of the allocution: you have gone (which I lament), you are here (since I am addressing you). Whereupon I know what the present, that difficult tense, is: a pure portion of anxiety.9

Second Act. Immobility There are two girls, two sisters who go through the solitude of their house in a time of childhood innocence. When Ana finds Isabel’s prone and immobile body on the floor, in front of the window, she thinks at first that it is a game, the old trick of ‘playing dead,’ so she moves closer to it and touches it, speaks to it, moves it. Then, suspecting the ruse, she leaves the room and after a short while returns quickly: she tries to break representation. Confused, she becomes scared when faced with the unheardof experience of contemplating her sister’s inanimate body. She harbours the threatening suspicion of the worst. She leaves the room seeking help, but without success. She goes back to the scene, where the body has disappeared. This episode comes from the film El espíritu de la colmena (The spirit of the hive) by Víctor Erice. The episode is part of the always mysterious universe of childhood and it reveals the fascinating and terrifying strength of the incomprehensible, the fine line between the real and the unreal. The body’s immobility invariably announces the presentiment of its end. We feel this experience when we observe someone who sleeps and we pause to perceive the slight movement of the chest in order to check that the person is breathing. In this interval between rest and the apparition of a slight change we suffer anguish over what might happen. Nevertheless, ‘for ancient Greeks, living was not breathing, as it is for us, but seeing, and dying was going blind.’10

9

Ibidem, p. 15. Régis Debray. Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente. Barcelona: Paidós Ibérica, 1994, p. 21. (My translation). 10

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Refoulement In the Roman version of the myth, won over by a fit of impatient passion, Orpheus turns back to look at her beloved: in a hasty instant he calls her disappearance forever. At the moment of that final and unique eye contact, the gaze seems to be lost. Looking and losing go hand in hand in this startling metaphor similar to that of the Greek Gorgon, who ‘recognises herself in the double, the phantom you become the moment you meet her eye.’11 The fear of being seen is different from the fear to see. The former takes the shape of anguish – Sartrean anguish – in front of the objectifying gaze of others or of omnipresent – and panoptic – surveillance revealing the absence of freedom and privacy, whereas the latter is an irrational fear directly linked to the horror of the unknown. In the first case, concealment or costume would allow us to see without being seen or identified, pure gaze hidden behind anonymity. However, in the second case, there is a self-defensive attitude, a blinding inhibition, since we are not disturbed by the gaze of others but by our own gaze: this deviation – détournement – of the gaze defines this fearful thrust of perceiving the presence of the unimaginable, the fear of entering the field of a fascination where men cannot withdraw their gaze anymore and ‘risk losing… [themselves] in it.’ 12 Cadavers, statues and automata are sightless faces. The eyes of these images remain blind to those who question them with their gaze. However, if we fear the fall of the living into final immobility, faced with the lifeless body we are disturbed to see the emergence of the slightest hint of life. We feel subject to the image in the ‘disturbing amazement’ which is connected with the ritual of the funerary masks wore by the relatives of the dead person who looked through a face which was forever blind and mute. Looking at the lifeless body means seeing how it has been absolutely reduced to itself, since ‘the cadaver is its own image…, similarity par excellence.’13 Looking at the face takes us back to the first experience of the symbolic union between two worlds, to a dialogue between gazes without answer. The visage… is that experience I have when, facing the face that offers itself to me without resistance, I see arise ‘out of the depths of these defenceless eyes,’ out of this weakness, this powerlessness, what puts itself radically in my power and at the same time refuses it absolutely, turning my highest power into im-possibility.14 11

Jean-Pierre Vernant. Mortals and Immortals. Collected Essays. Oxford: Princeton University Press, 1991, p. 138. Ibidem., p. 137. 13 Maurice Blanchot, op. cit, p. 257. 14 Maurice Blanchot. The Infinite Conversation. Minneapolis and London: University of Minnesota Press, 2003, p. 54. 12

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Looking into someone’s eyes means to face the void inhabiting the depths of the gaze, the impenetrable quality of death, which looks at us from the depths of the other as from our own mirror image. This images escapes me, it is always deferred-and-differed-from-me. Our distinctive features become strange and the strange becomes the same in that only possible sameness which is our common and final fate. Then, the image of every persona, his impenetrable mask, dismisses any chance of understanding and certainty, releasing us, leaving us with our own helplessness in front of the deep defamiliarisation caused by that ‘hole of the vision’ in the abyss of which our eyes plunge.

Vocation of statue Nevertheless, let us take a close look at the face of someone who is unaware of being observed. Let us look at him for a long time until capturing that fleeting instant where the being reveals itself in its original split: being itself and other, being two things at the same time. Let us stop this sequence at the moment when ‘after the double costume of personal secret and historical account, the timeless marvellous appears.’15 The representational nature of daily life returns us its reverse in this unusual reversibility: in fiction, truth is the interstice of authenticity which is sacrificed by the actor – who is being observed – in a moment of carelessness, allowing his deepest inner being to come to surface without the need to speak, outside the speech. But when we are face to face with things themselves – if we fix upon a face, the corner of a wall – does it not also sometimes happen that we abandon ourselves to what we see? Bereft of power before this presence suddenly strangely mute and passive… Indeed, this can happen, but it happens because the thing we stare at has foundered, sunk into its image, and the image has returned into that deep fund of impotence to which everything reverts.16

Reality becomes image when something in it looks at us. Being seized by the image, by a gaze within the visible is entering the realm of participation, that rhythm or conjunction where ‘there is no longer a oneself, but rather a sort of passage from oneself to anonymity.’17 Looking at others in this negligible moment of fall is an invitation to perform a merciful and strange identification, a kind of alienation or loss-of-the-self keeping us somehow suspended to the time void of time of that face inclined to become a statue.

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Jean Clair. Malinconia. Motivos saturninos en el arte de entreguerras. Madrid: Visor, 1999, p. 192. (My translation). Maurice Blanchot. The Space of Literature, op. cit., p. 254. 17 Emmanuel Lévinas. op. cit., p. 133. 16

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Donner à voir An eternally suspended future floats around the congealed position of a statue like a future forever to come. The imminence of the future lasts before an instant stripped of the essential characteristic of the present, its evanescence. 18

In the re-creation enabled by representation – rather it is pictorial or sculptural – there are two different times which are intertwined and differ from the indicative instantaneousness of photography. Whereas photography stops and fixes the irrecoverable and suspended moment, the reconstructed image founds a new body in the material world. There is thus a double event: the passage from reality to its image and that of the image to reality. In a way, from the latter arises a new face which was previously non-existent. This face becomes real in the process of formalisation; it becomes visible thanks to the action of a strangely autonomous and rebellious hand. According to Henri Focillon, the hands, those parts of the body without eyes and voice, can, however, see and speak. Painting is seeing with the hands, with hands that think. Nevertheless, unlike Pygmalion’s muse, this new body does not come to life, but shows itself in the immobility of an always-deferred waiting. The presence of the silent agreement concluded in front of what happens out of time is quiet and immutable. The experience of the instant enabled by the aesthetic gaze gives way to an expanded and vertical awareness of the present moment, to a certain here and now of reality. However, the image imposes a distance, the double distance of the continuous coming and going in that irrepressible separation between the observer and the observed, which no hand can reach. This is a round trip from one to the other, from the split awareness to the eternal and ephemeral feeling of a deep unity.

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Emmanuel Lévinas. op. cit., p. 138.


Biography María Dávila (Málaga, 1990) has a degree in Fine Art from the University of Málaga, where she was awarded the Outstanding Undergraduate Prize (2013) and, having completed her Master’s degree in Production and Research in Art at the University of Granada (2014), she is currently combining her artistic work with her PhD thesis. Her work is centred on painting, on a relationship with the environment from a contemporary perspective which leads her to seek new ways of reformulating pictures in their evolution as images. In February 2013 she held her first individual exhibition in the Centro Cultural Provincial (Regional Cultural Centre) in Málaga, entitled Después, el silencio (“After, silence”); almost two years later she held Anagnórisis-La Trama (“Anagnorisis-The Plot”), her second individual exhibition, in the exhibition hall of Málaga’s faculty of Fine Art. With the support of the Scholarship for Contemporary Artistic Creation “Iniciarte” (Government of Andalusia/Department of Culture) she held Dramatis personae in July 2015 in Malaga. Her last solo exhibition was in February 2017 in the CajaGranada museum, entitled Anónimo (“Anonymous”) and supported by Granada’s faculty of Fine Art. She has also participated in various collective exhibitions, held in Málaga, Sevilla and Granada. Her work was shown in the XVII Bienal de Jóvenes Creadores de Europa y el Mediterráneo (Milán, 2015); the travelling exhibition Made in Spain: Periplo por el arte español de hoy (Venecia, 2015) and the YIA - Young International Art Fair (#09 Bruselas, #11 París, 2017). She was awarded First Prize in the Málaga Crea de Artes Visuales (“Málaga Creates Visual Art”) competition in 2014 and she also won the VI Premio de Pintura de la Universidad de Málaga (“University of Málaga’s 4th Prize for Painting”) in 2012. She was a finalist in the Premio Internacional de Artes Plásticas Obra Abierta 2014 (“International Prize for Plastic Arts Open Work 2014”) (Plasencia, 2014), as well as the Premio Internacional de Pintura Focus-Abengoa (“Focus-Abengoa International Prize for Painting”) (Seville, 2014), and was a semi-finalist twice in the BMW Painting Award (Madrid, 2015 and 2016).

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