Revista 2384 Nº4

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así— me hizo girar en espiral en el blastocisto justo antes de entrar a la mórula y, ahora lo sé, me borró y pegó en una línea diferenciada de células germinales del endodermo, a partir de las cuales se desarrollan los órganos internos. ¿Pues cómo es que sólo algunos —infiero lógicamente— se encontrarían en una forma de vida de este tipo? En aquella indeterminada unidad de tiempo se terminó mi viaje de una vez por todas y todo se oscureció —si es que puedo hablar de oscuridad, ya que oscuridad es sólo una expresión colorida de la nada, de la más completa y absoluta nada en la cual no hay nada, si es que puedo intentar caracterizar esta fase de mi, no diré existencia, pero tampoco inexistencia—; tal vez la expresión más adecuada sería fuera-de-la-existencia, para expresarme de un modo un poco filosófico, porque ahora tengo tiempo para este tipo de enmarañamientos mentales que antes me volvían loco y que despreciaba desde el fondo de mi corazón. No había visto ninguna operación, ningún cirujano que se inclinara sobre mi cuerpo muerto y hurgara dentro de él con el escalpelo y ubicara la parte útil de mi materia corporal en algún otro. El momento siguiente del que tuve conciencia, más exactamente autoconciencia —todo parece demostrar que no me queda casi nada más que autoconciencia—, se encendió bastante después. En medio deben de haber transcurrido unos diez días, que para mí no lo fueron. Así nomás, de repente, recuerdo, volví en mí en el sanatorio, más o menos en la cama. «¿Dónde estoy?», fue el pensamiento que surgió primero ante la renovada activación de mi conciencia. Todo parece indicar que tuve un accidente, pero también que he tenido suerte, porque evidentemente sobreviví. Pero esto no era ninguna suerte; me horroricé al instante siguiente y espontáneamente corroboré el estado de mis extremidades. Aquí hubo por primera vez un serio quiebre. Sólo en este instante me di cuenta de que mi percepción del espacio estaba un poco cambiada, de que aunque percibía mi entorno, era como si bajo cierto aspecto algo no estuviera bien. Infería lógicamente que si estaba tendido en la cama, al abrir los ojos debía ver primero el techo y las paredes. Pero no era así, mi visión — quizá sería más adecuado el concepto de paisaje— se había deformado, como me imagino que se deforma el espacio en el universo. Y antes de que intentara mover la cabeza, las piernas y los brazos, empezó a sonar junto a mí un ronquido. Ni siquiera junto a mí; el ronquido provenían de una proximidad sospechosamente cercana, por lo cual deduje que no estaba en absoluto solo en el cuarto ni concretamente en la cama. Y como pronto advertí, a partir de entonces así sería. De algún modo sentía mis brazos y piernas, pero ¿por qué no podía moverlos?, me asaltó de pronto: pues porque no tenía ni brazos ni piernas, para no hablar de cabeza en absoluto. Atemorizante, pero también probablemente pasajero, pensé. Al fin y al cabo, de todo lo que puede sentir una persona, nada es verdad, a excepción por supuesto del propio proceso neurológico, que sabrá dios por qué razón tergiversa y desfigura la percepción. Pero que también a mí me sorprendiera este estado, que desde que tengo memoria he confiado en la razón y siempre me ha asombrado la holgazanería y la labilidad de aquellos a quienes la vida bambolea como el mar a un pequeño bote, este estado tan parecido a la psicosis… no, con esto no contaba, esto de veras no me lo esperaba. Esta sensación se hizo más aguda cuando entró la enfermera al cuarto y se dirigió hacia mí. Hacia, pero no literalmente a mí y después de eso hurgó un poco con el termómetro y lo introdujo fuera de mi campo de visión. «¿Quién soy? ¿Qué soy?» Daba vueltas en lo profundo de


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