REGATAS 238

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A sus 23 años, Duany debe lidiar con la vida monótona que todo el mundo en algún momento encuentra. Y justamente por eso no puede dejar el squash.

Los Ángeles con el libro de recetas Nicolini que le había regalado su mamá, Andrés Duany pensó que tenía todo bajo control. Pero la confianza duró apenas unos días, hasta que el mejor jugador de squash que ha tenido el Perú se dio cuenta de que había algo de lo que no iba a poder escapar. Desde que empezó a trabajar en la Oficina Comercial del Perú, hace tres meses, las cosas pasaron bastante rápido: su novia se fue a estudiar a Rusia y no tuvieron más opción que reinventarse por largas horas frente a una ventana de Skype; los amigos que había hecho en los últimos años estaban en la otra punta del país, a cinco horas de vuelo; su familia seguía en Lima. Y en el squash las cosas tampoco iban mejor: por un tiempo había mantenido el primer puesto del ranking peruano jugando solo dos torneos al año, pero ahora no había tiempo para eso, y había bajado hasta el puesto dieciséis. Duany, entonces, entendió lo que era estar solo y se acomodó a lo que tenía frente a sus narices. Adaptarse, le dicen, o resignarse, en su versión más pesimista: hay que levantarse a las seis y media, tomar el desayuno —algún sándwich o huevos revueltos con tostada—, ponerse el terno, salir, caminar diez minutos por Westwood —la zona en donde vive, al lado de la Universidad de California— hasta llegar a Willshire —la calle principal que corta el centro de la ciudad de Los Ángeles de este a oeste—, tomar el bus a las ocho y trece para llegar cinco minutos antes de las nueve al trabajo y salir pasadas las siete de la noche. A sus 23 años, Andrés Duany debe lidiar con la vida monótona que todo el mundo en algún momento encuentra. Y justamente por eso no puede dejar el squash. «Ahorita estoy tratando de acomodarme. No hay mucha gente que juegue, así que solo voy al Athletic Club con mi amigo venezolano, Juan

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Pablo. Trato de ir dos o tres veces por semana, pero todavía tengo mucho trabajo», dice Duany durante una mañana de septiembre en una de las canchas de squash del Club de Regatas. Está de vuelta en el Perú por tres semanas para supervisar unos negocios con una delegación de empresarios de Utah, que venía organizando desde que empezó a trabajar en la Oficina Comercial. «Teníamos que contactar inversionistas y empresarios que quisieran tener un vínculo con el Perú. Los trajimos, hicimos ruedas de negocios y salió muy bien», cuenta mientras aprovecha el tiempo el libre para seguir jugando. --Cuatro años antes, cuando Andrés Duany se fue del Perú para estudiar en la Universidad de Rochester, al norte de Nueva York, era el número uno del squash nacional. A los quince años, mientras estudiaba en el Trener School, no tenía idea de que Martín Heath, el escocés que llegó a ser el cuarto del mundo, ya había visto videos de sus partidos y le había dicho a su padre que quería entrenarlo. Duany acababa de ganar su primera medalla de bronce en Argentina y su padre estaba convencido de que debía dar el salto al extranjero. «Ese 2005, después del torneo, comencé a averiguar si había universidades de los Estados Unidos que le den importancia al squash», comenta Andrés Duany, su padre. Durante tres años se comunicó por Skype con entrenadores de distintas universidades norteamericanas, evaluó las mejores y les envió videos de su hijo. Para Andrés Duany todo había quedado reducido a estar entre cuatro paredes dando raquetazos. «El squash es un deporte incomparable —dice Duany—. Tiene todo y no dependes de muchas personas». En el 2006, cuando pasó a la superior, ganó su primer torneo nacional, y en el 2008, otros tres. Ahí alcanzó el primer puesto del ranking y desde entonces nadie más lo pudo superar. Ni siquiera Diego Elías Chehab, que era la nueva promesa del squash. —Yo no estaba de acuerdo con que se vaya —dice la madre—. Prefería que estudié acá y que luego, quizá, salga a hacer un posgrado, pero al final las cosas no se dieron.

—Al contrario, las cosas sí se dieron —le replica su marido, y ella se queda en silencio. Ese mismo 2008, cuando terminó el primer ciclo en la Universidad de Lima, Duany se fue a estudiar Economía y Negocios a Rochester. Llegó a la Universidad un día antes de cumplir los diecinueve, pero ese día el grupo de squash ya lo saludaba por su santo. «Fue una transición bien suave —cuenta ahora—. No te dejaban estar solo y el primer año vivía con compañeros de cuarto, había cafeterías, restaurantes donde conseguir comida. Era una cosa intermedia entre vivir con mis padres y solo». Pasó navidades y fiestas de año nuevo en Búfalo, en la casa de sus amigos, y el año siguiente en las Islas Vírgenes Británicas, con otro extranjero del equipo. Cada fin de semana se reunían en la casa de algún amigo antes de salir a alguna fiesta de confraternidad o algún bar, a veces solo para oír algo de música, como solía hacer con su padre cuando escuchaban a Pink Floyd o Deep Purple. Las clases, al inicio, eran un dolor de cabeza: no le resultaba igual recibir los contenidos en inglés que en español, y a veces se tenía que quedar estudiando más tiempo que el resto de sus compañeros, pero no fue un gran problema. Cuando su hermana Camila lo visitó, vivió unos días con él e inclusive entró a algunas de sus clases: «Era el mismo alumno de siempre: todo le interesaba». Años después, en su graduación, Duany recibió el Garnish Award, un reconocimiento que se les hace a diez estudiantes que obtienen logros tanto en la parte académica como en la deportiva. Pero antes, cuando su hermana Camila fue a Rochester, lo acompañó a un Nacional y pudo ver cómo el resto de los alumnos se preocupaban por poner carteles con información de cómo ir a alentar a los jugadores todo un fin de semana. Algo que no se daba en el Perú, aunque Duany volvía a jugarlos cada vez que tenía vacaciones en la universidad. Camila descubrió que allí su hermano sí tenía una hinchada que lo apoyaba, y que no se limitaba al grupo de squash. Fue en uno de esos nacionales de la temporada en los que Andrés Duany jugó


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