Codigo Da Vinci

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—No, nunca. Fache ladeó la cabeza, como tomando nota mental de aquel dato. Sin decir nada más, clavó la mirada en las puertas cromadas. Mientras ascendían, Langdon intentaba concentrarse en algo que no fueran las cuatro paredes que lo rodeaban. En el reflejo de la puerta brillante, vio el pasador de corbata del capitán: un crucifijo de plata con trece incrustaciones de ónix negro. Aquel detalle le sorprendió un poco. Aquel símbolo se conocía como crux gemmata —una cruz con trece gemas—, y era un ideograma de Cristo con sus doce apóstoles. No sabía por qué, pero no esperaba que un capitán de la policía francesa hiciera una profesión tan abierta de su religiosidad. Pero bueno, estaban en Francia, donde el cristianismo no era tanto una religión como un patrimonio. —Es una crux gemmata —dijo de pronto Fache. Desconcertado, Langdon alzó la vista para ver que, a través del reflejo, el capitán lo estaba mirando. El ascensor se detuvo en seco y las puertas se abrieron. Salió rápidamente al vestíbulo, ansioso por volver al espacio abierto que proporcionaban los célebres altos techos de las galerías del Louvre. Sin embargo, el mundo al que accedió no era para nada como esperaba. Sorprendido, interrumpió la marcha. Fache lo observó. —Señor Langdon, deduzco que no ha estado en el Louvre fuera de las horas de visita. «No, supongo que no», respondió mentalmente, intentando orientarse. Las galerías, por lo general muy bien iluminadas, estaban muy oscuras aquella noche. En vez de la acostumbrada luz blanca cenital, había un resplandor rojizo que subía desde el suelo, fragmentos intermitentes de pilotos rojos que brotaban en el pavimento. Al escrutar el lóbrego pasillo, pensó que debía haber imaginado la escena. Casi todas las grandes pinacotecas usaban aquella luz rojiza por la noche. Era un sistema de iluminación estratégicamente colocado, poco agresivo y que permitía al personal transitar por los pasillos al tiempo que mantenía las obras en una semipenumbra pensada para retrasar los efectos negativos derivados de una sobreexposición a la luz. Aquella noche, el museo tenía un aspecto casi opresivo. Por todas partes surgían sombras alargadas, y los techos abovedados, normalmente altísimos, se perdían al momento en la negrura. —Por aquí —dijo Fache, girando de pronto a la derecha y enfilando una serie de galerías conectadas entre sí. Langdon le siguió, adaptando lentamente la vista a la oscuridad. Por todas partes empezaban a materializarse lienzos de gran formato, como fotografías que cobraban forma ante sus propias narices en una inmensa sala de revelado... los ojos le seguían al pasar de una sala a otra. Notaba claramente el olor a museo — el aire seco, desionizado, con una débil traza de carbono—, producto de los deshumidificadores industriales con filtro carbónico instalados por todas partes para contrarrestar los efectos corrosivos del dióxido de carbono que exhalaban los visitantes. Las cámaras de videovigilancia, atornilladas en lo más alto de las paredes, les enviaban un mensaje inequívoco: «Os estamos viendo. No toquéis nada.» —¿Hay alguna que sea de verdad? —preguntó Langdon señalando a las cámaras. —Claro que no —respondió Fache. 23


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