DE BÓLIDOS Y HOMBRES. Robert Daley

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Por las calles de Montecarlo

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uando se disputó por primera vez el Gran Premio de Mónaco en el año 1929, los coches aún eran grandes y cuadrados, y el conductor iba sentado tan alto que parecía ir a lomos de un caballo. La carrera tenía casi cuatro horas de duración y la velocidad promedio era de unos vertiginosos ochenta kilómetros por hora. Treinta años después habían cambiado muchas cosas. En este circuito, el más apretado de todos los circuitos de Gran Premio, las velocidades medias superaban los cien kilómetros por hora y la carrera necesitaba aún tres horas para terminarla; los coches eran tan esbeltos como misiles, capaces de correr a trescientos por hora, con los pilotos encajados tan a ras de suelo que sólo sus cabezas sobresalían de los bólidos. Aquellas eran máquinas hermosas, bellas, con una clase curiosa de belleza; potente, destructiva. Una belleza que al principio no se hubiera podido imaginar. Los coches que corrían en aquellos Grandes Premios se encuentran hoy en recónditos desguaces o en los museos del automóvil, y los hombres que los pilotaron desaparecieron ya hace tiempo, la mayoría muertos al volante en circuitos más rápidos que éste, víctimas de una muerte acaecida por perseguir una visión particular de la vida que muy pocos de nosotros comprenderíamos. 73


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