Alfredo Hernández García. Residencia de quemados

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Residencia de quemados / capítulo xi

que se conozca, alzó sus manos hacia la nube, «¡por el escroto que me parió!», gritó a las alturas: «regráciame otra vez y mata a Reputeras, hijo predilecto de Lujermasen; tu dominio del cielo lo requiere», y se descolgó Arcano de su nube donde cubila y reposa. Nada duró Lujermasen, que perdió, una a una, sus cabezas en cuatro golpes tajadores. Se arrinconó Arcano para dejar dirimir la disputa terrenal entre humanos, y Ruta dio convalecencia total al otro guerrero, sólo con su daga bendecida, ante el orgullo del que se disfraza de nube, a la cual se escaló después. Así lo oímos y de la misma manera te lo cuento. —¿Quién os largó e inculcó esa calderilla? —le preguntó ella con chocarrería. —Un Arcanita fue. —Pues a callar todos y a escuchar lo verídico, que de fantástico no tendrá más que eso, que es verídico —resolvió ella y siguió la historia donde la dejara: Al pie de la letra seguiríamos las explicaciones y pormenores del apocado Pasa, el entecado de aspecto y alma por la malísima vida que llevábamos, que parecía estar devengando una a una las mentiras locuaces de su oficio con las que se ganaba la vida, antes de conocerme. Me hice una lista muy sucinta a modo de plan: escapar primero, degollar más o menos al tirano Onomástico, ganar el juiciote a muerte o libertad ante los Bilingües estafadores y enmendantes, batirme en empedernido duelo contra Lujermasen y algún guerrero suyo a sueldo, y luego legislar y fundar a mi modo. Le leí a mi compañero de torceduras mi plan, escrito en sangre sobre su sayo, e incrédulo, casi con ampuloso cinismo me contestó que «era perfecto, y que le avisara cuando él tuviera que hacer algo»; yo le di un cachete para recordarle mi nombre y sus ropajes —los apellidos—, y sin demorarme me puse a ello. Después de mucho meditar, nada se me ocurría para escapar más que la fuerza bruta. Esperamos varias jornadas que se nos hicieron interminables, hasta que nos diera de comer el carcelero que no se quitaba las llaves ni para arrimarnos el caldo de despojos, con mucho cuidado, eso sí. Demasiado trasiego había de día por lo que esperamos a la noche de su turno: «a menos guardias menos botín de palos», me reflexionaba yo. Caída la sonochada, a los primeros ronquidos de los innúmeros presos pernoctados, le dije a Pasa: —¡Hala, Pasamanos!, que nos vamos. Veamos lo partidario que te muestras de la valentía.


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