Alfredo Hernández García. Residencia de quemados

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Residencia de quemados / capítulo vii

antes se llamaba «tonto», y siempre repetía «eso nos pasa por forzar la aritmética». Tuvo una cama, una casa, un patio, una familia de infinitas generaciones de geranios, una coneja, un perro y un patito, que al morir extinguieron sus especies respectivas, en lo que a ella atañía, se entiende. Tuvo un viaje a la capital, con una anécdota que contar, un crepúsculo donde escuchó todas las palabras de amor de una vez, y un cuento; mi abuela tenía un solo cuento. Sebastián examinó el rostro de Clarísima para ver qué. Los quemados se apretujaban bajo los toldos, y así dejar a la lluvia su sitio, y las conversaciones hacían lo mismo que los quemados, al refugio de la mojadura. Hay veladas en que todo parece funcionar, y esta era una misteriosa de esas. Se escuchó un estruendo de cristalería haciendo lo suyo, que es romperse, y el batacazo humano que le corresponde. Veletas rodaba por los suelos al fallarle la estabilidad que Dios le vedó, en patinazo por salvar un montón de tazas y platos. El dolor del cojo fue inmaterial y metafísico, mezclado con las miradas de terapeutas y abrasados pacientes. El mundo se apiadó esta vez, y no hubo unánimes carcajadas (al menos visibles), sólo solemnidad y silencio: por un instante Veletas abandonaba su rincón en la orquesta donde interpretaba con intermitencia su triangulito, y se ponía en el centro, como el violinista solitario, como el imponente tenor que deja sin oxígeno y sin aliento. Clara y Sebastián protegieron la sonrisa de sus almas con una mirada impertérrita de ojos, en ausencia total de mueca. Continuó el Hombre de Oro, el delincuente comercial, en esa complicidad tan invisible y manifiesta: —«La agüelita va a contarle un cuento a su chiquitín», me decía muchas noches y lo entonaba cada vez con exactitud extrema, fiel a su cadencia y a sus gestos: «Es el cuento del león Anastasio y la leona, ¿te gustaría Sebastianito?» Por supuesto que no, y daba patadas de asco, pero ella, más lista que el fundador del cielo, esparcía sus refajos negros sobre la cama y me hechizaba con el anticipado aburrimiento. Sebastián, recreándose en la memoria y con imitación precisa, casi diría yo al dedillo, contó el cuento de su agüelita: «Qué buenecito es mi chiquitín, es un niño modelo... Pues había una vez un león y una leona que vivían en la estepona y juntitos criaban a su leoncito, un cachorrito bonito como tú. Se llevaban muy bien hasta que el león, que era grande y melenudo dijo un día: “el mundo es muy grande y deberíamos conocerlo” y ella que era


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