La Guardia Blanca

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querella, para ver si ello admite honroso arreglo, antes de que os degolléis como enemigos implacables. El arquero miró pensativamente al suelo y después á la luna. --¿La causa, muchacho? ¿Y cómo quieres tú que yo me acuerde de tal cosa, cuando nuestra disputa ocurrió allá en Limoges hace más de dos años? Pero ahí está Reno, que te lo dirá en un santiamén. --No tal, dijo Reno bajando la espada. Desde entonces he tenido otras muchas cosas en que pensar y aunque me rompa la crisma no lo recordaré nunca. Creo que estábamos jugando á los dados. No, creo que fué cuestión de faldas. ¿Eh, Simón? --Dados ó mujeres, creo que le andas cerca. Á ver, en Limoges conocíamos á... ¡Calla! ¿pues no te acuerdas de aquella Rosa tan frescachona, que servía en el mesón de Los Tres Cuervos? _¡Aux Trois Corbeaux!_ Apuesto á que ya no sabes una palabra de francés, animal. ¡Qué chica aquella! Yo me enamoré como un bendito. --Y yo, y otros muchos también, dijo Reno. No estoy seguro de que fuese ella el objeto de nuestra reyerta, pero sé muy bien que el mismo día que íbamos á batirnos desapareció de la venta en compañía de Ivón, el arquero aquel de Gales ¿te acuerdas? Un licenciado del ejército me dijo después que habían abierto una taberna, en no sé qué ciudad del Garona y que Rosa sigue haciendo de las suyas y él bebe tanto vino y cerveza como diez de sus parroquianos. --¿Sí? Pues aquí acaba nuestra querella, dijo Simón envainando la espada. No se dirá que por una chiquilla capaz de preferir á un desertor y sobre todo á un hijo de Gales, se han dado de cuchilladas dos mozos como nosotros. --Más vale así, repuso Reno envainando á su vez, porque el barón nos hubiera oído ó hubiera sabido el duelo y tiene pregonado que á los duelistas de la guarnición les hará cortar la mano derecha. Y ya sabes que cuando él dice una cosa.... --Como si lo dijera la Biblia, ya lo sé. Ea, una visita al mayordomo, que me parece buen hombre, á ver si nos da alguna cerveza con que brindar por el barón. Dirigiéronse los cuatro hacia las cocinas del castillo, pero al salir del patio vieron á un gentil pajecillo que se dirigió á Roger diciéndole: --El señor de Morel os espera arriba, en la saleta contigua á su cámara. --¿Y mis compañeros? --Á vos solo. Siguió Roger al paje, que le condujo por una ancha escalera al corredor del primer piso y á una cámara cuyas paredes cubrían tapices y panoplias, donde le dejó solo. Descubrióse el doncel y no viendo á nadie comenzó á examinar las armas y los antiguos y macizos muebles de roble tallado. Había desaparecido la primitiva sencillez de las habitaciones en los castillos, debido en parte al deseo de proporcionar mayores


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