Los Miserables

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manzanas en el suelo, y la recogí sin saber que me traería un castigo: Hace tres meses que estoy preso y que me interrogan. No sé qué decir; se habla contra mí; se me dice ¡responde! El gendarme, que es un buen muchacho, me da con el codo y me dice por lo bajo: contesta. Yo no sé explicarme; no he hecho estudios; soy un pobre. No he robado; recogí cosas del suelo. Habláis de Jean Valjean, de Jean Mathieu, yo no los conozco; serán aldeanos. Yo trabajé con el señor Baloup. Me llamo Champmathieu. Sois muy listos al decirme donde he nacido, pues yo lo ignoro; porque no todos tienen una casa para venir al mundo, eso sería muy cómodo. Creo que mi padre y mi madre andaban por los caminos y no sé nada más. Cuando era niño me llamaban Pequeño, ahora me llama Viejo. Estos son mis nombres de bautismo. Tomadlo como queráis, que he estado en Auvernia, que he en Faverolles, ¡qué sé yo! ¿Es imposible estado en Auvernia y en Faverolles sin haber estado antes en presidio? Os digo que no he robado y que soy el viejo Champmathieu, y que he vivido en casa del señor Baloup. Me estáis aburriendo con vuestras tonterías. ¿Por qué estáis tan enojados conmigo? El presidente ordenó hacer comparecer a los testigos. El portero entró con Cochepaille, Chenildieu y Brevet, todos vestidos con chaqueta roja. -Es Jean Valjean -dijeron los tres-. Se le conocía como Jean Grúa, por lo fuerte que era. En el público estalló un rumor que llegó hasta el jurado. Era evidente que el hombre estaba perdido. -Ujier -dijo el presidente-, imponed silencio. Voy a resumir los debates para dar por terminada la vista. En ese momento se oyó una voz que gritaba detrás del presidente: -¡Brevet, Chenildieu, Cochepaille! ¡Mirad aquí! Todos quedaron helados con esa voz, tan lastimoso era su acento. Las miradas se volvieron hacia el sitio de donde saliera. En el lugar destinado a los espectadores privilegiados había un hombre que acababa de levantarse y, atravesando la puertecilla que lo separaba del tribunal, se había parado en medio de la sala. El presidente, el fiscal, veinte personas lo reconocieron y exclamaron a la vez: -¡El señor Magdalena! V Champmatbieu cada vez más asombrado Era él. Estaba muy pálido y temblaba ligeramente. Sus cabellos, grises aún cuando llegó a Arras, se habían vuelto completamente blancos. Había encanecido en una hora. Se adelantó hacia los testigos y les dijo: -¿No me conocéis?


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