Tomochic

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Escogió la oficialidad de su cuerpo entre la juventud del Colegio Militar, que anhelara salir desde luego a las más del ejército, y sobre el alma juvenil supo verter algo de la antigua hidalguía marcial y galante de la suya. Y así era como en la guarnición de la Plaza de México, los militares del Noveno mostraron a la sociedad el tipo raro entonces del oficial de infantería tan limpio de conducta como de uniforme. ¿Qué sentiría el veterano al saber la suerte que había corrido su batallón? Y al pensar en ello, frente al mísero amontonamiento de heridos, frente al capitán Molina, frente al triste Napoleoncito del Noveno, henchía el vibrante espíritu de Miguel una onda de ternura que anudó su garganta y humedeció sus ojos melancólicos... El general, modificando su plan de ataque, había decidido vivaquear con sus fuerzas sobre el Cerro de la Medrano, que se alzaba casi a pico a la derecha del pueblo. Desde su cima podría hostilizarse con un buen tiroteo al enemigo, impunemente. Además, para la pequeña pieza de artillería presentaba ese punto las mejores condiciones. Lo grave era que aquel cerro, no formando parte de los que completaban la circunferencia del valle, se alzaba aislado. Era, pues, preciso bajar y atravesar la llanura para subir a él, y si los tomoches se apercibían de aquello, podían muy fácilmente impedir su ejecución. Se mandó formar a las diferentes fracciones con sus respectivos oficiales, refundiendo las dos compañías del Noveno en una sola, por lo mermadas que estaban. Los pimas y navojoas constituyeron la vanguardia; después seguían el Noveno y el Undécimo, los restos insignificantes del Duodécimo y el Vigésimocuarto. El Cuerpo de Seguridad Pública de Chihuahua, que sólo era estorbo para todo, formaba la retaguardia con algunos jinetes del Quinto Regimiento y los Auxiliares de Chihuahua. El flamante cañón, como siempre, iba en el centro de una escolta del Noveno. Las municiones de boca y guerra con otra escolta del mismo cuerpo, cerraban la columna, la cual se puso en marcha tomando por los cerros de la derecha, hasta que el mismo de la Medrano ocultó a la vista el pueblo. Entonces se descendió a la planicie, destacando al frente y flancos, tiradores que protegiesen la marcha. Afortunadamente el enemigo, encerrado en las casas, no pudo, o no quiso, oponerse, y se subió por la espalda al cerro, en cuya cima se acampó muy fácilmente, quedando la fuerza a cubierto de todo ataque, y completamente invisible para los tomoches. Era aquello como una fortaleza inexpugnable desde donde se observaba a Tomochic a menos de seiscientos metros de distancia. Pecho a tierra, tras los árboles y las rocas se tendieron soldados que se revelaban durante el día para que, apuntando con la mayor calma, hicieran fuego sobre los tomochitecos que se atreviesen a salir de las casas o sobre los que se vieran en la torre de la iglesia.

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