Relato por Lady Spooky
Carta a Pa pá N o e l
–¿No se supone que Papá Noel es mágico? –vociferaba enojado al abrir los regalos de navidad. Siempre era lo mismo. El resto de los chicos de la escuelita pedían juguetes, y la noche del 24, pasadas las doce, los tenían ahí, abajo del arbolito. Yo pedía una remera de Boca, y me traía un par de medias. Pedía botines de fútbol, y al abrir el regalo me encontraba con un par de alpargatas. ¿Para qué, entonces, la Nona me hacía escribirle una cartita y dejarla en el arbolito, si él igual iba a traerme lo que quisiera? Llegué a pensar que ese tal Papá Noel, que tanto esperaban mis amigos, se la había agarrado conmigo y me estaba tomando el pelo. Si no, no encontraba otra explicación. La tarde del 20 de diciembre, mientras la Nona barría el rancho con su escobita de sorgo hecha por ella misma, me senté a escribir una nueva carta. La Nona me miraba de vez en cuando. “Querido Papá Noel. Ya sé que no me vas a traer lo que te pido, pero para este año quiero una pelota como las que tienen mis amigos. Dale, si tan mágico sos, no debería costarte nada. ¿Por qué a mis amigos les traés lo que te piden y a mí no?” En eso consistía toda mi carta. Estaba indignado y respiraba agitado, como si recién hubiera venido de la canchita. Los ojos se me habían llenado de lágrimas y pude sentir que los cachetes se me ponían colorados. No sabía ni para qué la había escrito. La Nona se acercó sacándose la transpiración de la cara con el delantal y mientras se agachaba a leer la carta, le dije que era la última oportunidad que le daba a Papá Noel y a 38
la magia. También le dije que odiaba la Navidad. Ella me miró y se quedó callada. Pensé que iba a llorar, pero en lugar de eso, me retó. Dijo que esa no era manera de pedir las cosas. Que si realmente quería creer en la magia, tenía que pedir algo que deseara con el corazón, y que fuera por un buen fin. Me enfurecí y empecé a llorar a gritos. Rompí la carta en dos pedazos y salí corriendo para el lado de la huerta. La Nona no dijo nada, ni siquiera intentó calmarme o darme una cachetada por todo el revuelo. Esa noche hacía tanto calor, que no me podía dormir. Me levanté y fui al baño. A la vuelta, pasé por la cocina y vi que la carta seguía ahí, rota, arriba de la mesa, tal y como la había dejado. Me sentí mal por el berrinche que le había hecho a la Nona, ella no se merecía eso. Tratando de no hacer ruido, preparé algo de engrudo con harina y agua, y la arreglé lo mejor que pude. Arrepentido, taché lo que había escrito antes y anoté: “Querido Papá Noel, cuando sea grande quiero ser un jugador de fútbol famoso para tener plata y comprarle una casa más grande a mi abuela. Por eso te pido una pelota, la más simple que tengas, para practicar en la canchita.” Pensé en todo lo que había dicho la Nona y agregué: “También quiero que vuelva mamá, y que no tenga ganas de irse más.” Dejé la carta en el arbolito y me fui a dormir. Los días pasaron, y nadie volvió a mencionar el asunto de Papá Noel. El 23 a la noche, como todas las noches calurosas, no pude dormir bien. Me levanté a lavarme la cara, y de camino al baño vi que había quedado una vela prendida en la cocina. Era raro que la Nona se olvi-
dara de apagar una vela antes de ir a dormir, pero por las dudas fui a ver. Apenas asomé por el umbral cuando me volví a esconder. La Nona estaba sentada cosiendo. Arriba de la mesa había desparramado cosas de su tarrito costurero, y muchos trapos y pares de medias viejos. También estaba la carta remendada que le dejé a Papá Noel. Ella lloraba en silencio, pero aun así no dejaba de coser. El estómago se me revolvió en una mezcla de tristeza y confusión, y supuse que no era un buen momento para ir a hablarle. Tampoco sabría qué decirle, yo también tenía ganas de llorar. En silencio y sin decir nada, di media vuelta y volví cabizbajo a la cama. La noche siguiente a esa hora, todos estábamos levantados. El Nono había vuelto de la estancia, y su patrón le había regalado un pollo, queso de chancho y un salamín, así que invitamos al tío Moncho y a la tía Marta para festejar juntos. La tía había hecho mi ensalada favorita de papa y huevo. A las doce de la noche, todos nos saludamos con un beso y un abrazo. La abuela me llevó de la mano hasta el arbolito y pude sentir que estaba nerviosa. Por mi culpa, era un momento incómodo para ambos. Mi regalo, envuelto primero en papel de diario, era una pelota de trapo, ¡pero del tamaño de una de fútbol! –Lo sé, este año tampoco te trajo lo que esperabas –dijo la Nona al borde de las lágrimas–. Tal vez tengas razón y Papá Noel no es tan mágico como para traer todo lo que le pedimos. –Te equivocás, Nona –dije mientras la abrazaba y apoyaba mi cabeza en su vientre–. Papá Noel me trajo lo que le pedí… y mucho más.