Revista La Libélula No. 16

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ROJO FURTIVO

Lo único que quedaba sobre el piso blanco, era la permanente mancha roja que antes había sido la única señal y evidencia de lo que había pasado. Solía espiarla todas las tardes después de salir del baño, verla cepillarse el cabello con tanta delicadeza, perfumarse, vestirse y terminar sonriendo era una tarea que simplemente no soportaba, pero aún así, me gustaba verla, para encontrarle por fin el defecto perfecto para borrarla para siempre de mis ojos, ella siempre fue hermosa, o por lo menos eso decían todos mis amigos cuando la conocían, incluso a veces me bastaba con una mirada contenida de sorpresa para saber que otro más opinaba lo mismo, nunca me causo envidia su belleza, pero si su manera de disimular que no le importaba que la mirasen hasta la adulación, sería por eso que me gustaba ignorarla en público y dirigirle la palabra sólo lo necesario o mejor dicho si tenía que hacerlo, no me gustaba sentirme parte de sus eternos admiradores, además nunca la creí admirable, sólo me perturbaba su olor después de la ducha, recorría el apartamento, trepando por todos lados, escondiéndose en los recovecos polvorientos, subiendo por la nariz, nublándome la vista, se convertía en un artificio mortal olerla a lo lejos, seguir su aroma y descubrirla en un ritual inmejorable de peinado, era entonces cuando un escalofrío recorría mi sangre y los ojos se me llenaban de ansia y las manos de rencor, me parecía aquella escena de sensualidad una amenaza constante a mi cordura y lucidez, despertaba en mi cabeza y en mi locura un sin número 25 de deseos por reducirla hasta desaparecerla del todo, ahora que lo medito y lo releo en este morbo de escribirlo, creo que no podía ser de otro modo, una mujer como ella, no podría seguir respirando. Pasaron varios días para quitarme de la cabeza que finalmente no era tan sencillo aniquilarla, pues quisiera o no, algunos decían que era mi hermana, otros más decían que debía quererla un poco, aunque nunca hubiésemos congeniado ni de casualidad y las excusas más vacías se quedaron en que compartíamos el mismo techo, que algo habría de sentir por ella, en efecto lo sentía, una necesidad constante de poseerla con dolor pero también de destruir cualquier rastro que condujese a su nombre siquiera, pasar de los escrúpulos y llegar a la frialdad fue cuestión de un poco más de perfume despedido de su cuerpo durante la ducha, era sencillo, tampoco pretendía masacrarla al límite de hacerla añicos, pero si era preciso terminar con esa locura que invadía mi sangre tan sólo verla sonreír. Una tarde de febrero de esas extrañamente húmedas y frías la mire entrar a casa totalmente mojada, con la cara blanca del frío y con un olor asfixiante a su cuerpo, al verme sobre el sillón impávido me sonrió sabiendo que la ignoraría como casi siempre, se descalzo las zapatillas y se soltó el cabello ahí mismo, se abrió la blusa al límite de los pechos y ese olor que de por sí ya era asfixiante


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