Selección de relatos de La Republicana

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—¿Acaso tú no los tuviste? Martín se limpia una mota de polvo de la solapa de su americana. —Eres demasiado inteligente para hacerme esa pregunta. Ya sabes la respuesta — apunta desafiante, pero sin mirarle. —¿Por qué? Martín vuelve a erguirse. Tiene sus ojos muy abiertos, una capa aguanosa cubre sus iris, los apaga. Mueve los brazos y termina señalando a Carlos con los índices. —Tanta cháchara, tanta saliva desperdiciada, cuando lo que querías era llegar a esto, viejo compañero. A lo que tenías delante y no supiste ver. El gran observador ofuscado, el hombre de los detalles, el gran hombre, un hombre perdido en busca de respuestas. —Me aburres, me asqueas. Martín se inclina de nuevo. Su aliento huele a alcohol. —Te paciencia. Basta esperar un poco más, un instante —sonríe como un lobo—. Tómate esto como el último deseo del reo condenado, una cena sencilla. Luego, bueno, luego, iremos juntos al patíbulo: verdugo y condenado de la mano. —Dita sea. —¿Remordimientos? —Lástima. —Y decías que no sabías manejar las palabras. —Estás acabado. —Lo sé. Era cuestión de tiempo. —¿Por qué? —Porque no pude evitarlo, ahora es más fuerte que yo. No hay juego ni sarcasmo. Durante unos segundos Martín se muestra desahuciado, casi indefenso. Carlos tarda un par de latidos de corazón en descifrar el significado de la afirmación. —Dios mío…, hay más. Carlos sujeta la copa con firmeza. —¿Te gustan las cosas hermosas? —¿Qué? —Yo las adoro, venero la belleza. Desde que era niño —cierra los puños—. Allá donde fuera la buscaba, lo hacía con fruición, con ansia. ¿Sabes lo que significa: fruición? No importa, no es importante. Porque lo que cuenta es que siempre, siempre que la encontraba, al final se esfumaba —abre la mano derecha y deja escapar una mariposa imaginaria—, era efímera. Y eso era doloroso, sumamente doloroso y triste. Aprendí que lo hermoso, lo hermoso de verdad, era perecedero en sí mismo. Las verdades que le definen a uno son así, brutales, atroces, te rasgan. —Cállate. —No, no, amigo. Has venido a matarme. Sí, con todas sus funestas letras. Pero también en busca de una historia que resuelva el puzle; necesitas ordenarlo todo en tu cabezota, es tu obsesión —Martín se golpea la sien—, todos tenemos una obsesión, ¿no? —¿Te ríes de mí? Alguien suelta una carcajada, una sola carcajada violenta. Es una amiga de la novia del dueño del bar, una adolescente de largas piernas y gestos zafios que masca chicle con la boca abierta. —Fíjate en ella —Martín se pasa la lengua por los labios, la voz le tiembla—. Es hermosa, tan hermosa como solo pocas cosas pueden serlo. No es tonta, aunque se lo hace, es una pose de zorra pretenciosa. Y aun así no sabe que, a pesar de todo lo lista que cree ser, esa hermosura se apaga, adiós… Una pérdida irreparable, una muñeca que pronto se romperá.


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