Mi dulce destrucción isabelle bellmer

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—Hola, Ben, ¿cómo estás? Te ves… —demasiado—, bien. Él sonrió ampliamente y se apoyó sobre el umbral de la puerta con un gesto que fue cien por ciento arrogante, lo que me dio el primer indicio. —Hola, nena ¿buscas a alguien? —dijo y arqueé las cejas. Algo andaba mal aquí. Nunca había oído a Benjamin decir "nena". O me equivoqué de casa o él se había convertido en otra persona. — ¿Elizabeth no te dijo que vendría? —pregunté. Diablos, me estaba muriendo de calor, y la vista de ese torso marcado, desnudo y malditamente bronceado comenzaba a empeorarlo todavía más. No había derecho. —Elizabeth no habló de esto conmigo. — ¿Cómo? ¡Yo le avisé que vendría! —exclamé. Aquello era técnicamente imposible: Elizabeth siempre hablaba con Ben sobre todo. Aunque viéndolo bien, si se comportaba de esta manera, estaba claro por qué mi hermana no le había dicho nada. Su esposo parecía haberse convertido en un cabeza de chorlito. Alzó su mano para quitarse los anteojos y allí fue cuando caí en la cuenta de lo que estaba sucediendo. ¿Cómo podía haber sido tan ciega? Él no era Ben. Benjamin no tenía unos voraces y arrogantes ojos azules idénticos al zafiro. Ben no se veía como un oasis. Pero si no era Ben, ¿quién demonios era? — ¿Quién eres tú? —preguntó haciendo un movimiento hacia arriba con su mentón. Me observó de arriba a bajo y siguió sonriendo descaradamente como si no le importase que yo esté frunciendo el cejo. Una corriente eléctrica atravesó mi cuerpo cuando me miró directo a los ojos. Tragué saliva con algo de dificultad. «No, tú no —me dije—, estos son los peores.» Di un paso hacia atrás, como si eso pusiera una buena distancia entre nosotros. Ser precavida ante estos personajes siempre es bueno. —No, ¿quién eres tú? Ésta es la casa de mi hermana. Lanzó una carcajada y se llevó una de las patitas de los anteojos a el borde de su short de jeans. Justo en las caderas, desde donde los pantalones colgaban y bien al medio junto al botón. Acababa de hacerlo adrede. No contesté, estaba…Maldita sea, quien quiera que seas. — ¿Estás mirando mi entrepierna? Hoy no está muy altiva. Parte de mí quería salir corriendo. Alcé la cabeza de inmediato, volviéndome color carmesí. ¡Oh, vamos! Había visto decenas de hombres sin camiseta -en televisión y revistas- como para ponerme de esa manera. Tenía que enderezarme y mirarlo a los ojos.


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