La Palanca 14

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y media de espera, y tras una investigación sobre la Ciudad de Dios que incluía, para aumentar mis preocupaciones, la historia de un periodista foráneo que queriendo infiltrarse con los capos del narcotráfico carioca le habían cortado los brazos, llegó también la hora de nuestro encuentro (que coincidió con mi último día en la ciudad). Aline se había encargado de extremar precauciones contratando a un taxista de confianza para que me recogiera y llevara de vuelta al hostal. Daniella y Luciana llegaron con algunos minutos de retraso. El taxista emprendió el viaje con música a todo volumen: «¡Jovem, preto, novo, pequeno (...) Drogas, armas, sem futuro...!», palabras que escupe MV Bill en la letra de Falcão (primera canción de su álbum más reciente) y que podrían resumir el leit motiv ideológico del rapero: las condiciones sociales de sus barrios son las mismas que les impiden encontrar posibles rutas de escape; «É fácil vir aqui me mandar matar/ difícil é dar uma chance a vida...». Lo que décadas atrás comenzó como narcomenudeo de drogas y estupefacientes importados de Colombia y Paraguay, principalmente, se convirtió, a falta de intervención estatal, en un entramado gansteril que no sólo controla el narcotráfico sino a las estructuras sociales de las favelas. En este contexto se desarrolla la cultura urbana de Río de la que el funky y el hip hop se alimentan casi naturalmente; el primero como una apología de los estilos de vida de los criminales, el segundo como una pretensión de cambio social. Para llegar, desde Ipanema, al «barrio más bajo del mundo» (como se le llama en la contratapa de la película que lo «homenajea») tiene que atravesarse Barra de Tijuca —una playa lujosa de belleza abrumadora, casi increíble— en un viaje de unos cuarenta minutos. Cuando “entramos” a la Ciudad de Dios —aunque en realidad, la favela ubicada en Jacarepaguá, en la zona oeste de la ciudad de Río de Janeiro, no tiene límites reco-

nocibles a simple vista— tuve la misma sensación que en mis encuentros con Robinson. El cosquilleo en las piernas era una alerta de mi propio cuerpo ante lo que me rodeaba. Por aquí una calle polvorienta, por allá una casa acondicionada para las celebraciones de la Igreja Universal (también conocida como «Pare de sufrir»), más allá una calle desde donde pegar un autobús para regresar a Ipanema. Las paredes de las construcciones —ninguna demasiado alta, casas en su gran mayoría—, incluso los muros de las tiendas o las gasolinerías, se encontraban repletas de pixaçao, el graffiti a la brasileña compuesto de “tajas” que rayan al extremo e indiscriminadamente cualquier «lienzo». El taxi se detuvo a las puertas de CUFA (Central Unica das Favelas), el centro que MV fundó, junto a Celso Athayde, para que los niños de la Ciudad de Dios recibieran clases de baile, teatro, lectura, informática, skate, arte, rap, entre otras actividades; «cambiar las perspectivas de violencia por las de la esperanza», como él mismo me explicó. Un edificio de dos pisos en la esquina de dos ruas que, de no ser por los grafittis que lo adornan, pasaría desapercibido. En un salón, un grupo de niñas preparaba una coreografía, en otro varios niños recortaban periódicos que daban nota del fin de semana de guerra en Río para que, con la ayuda de una educadora, enlistaran en el pizarrón las «atrocidades» de la violencia; detrás de ellos un mapa de la Ciudad de Dios. Me dispuse a tomar algunas fotografías y todos, niños y educadoras, me miraron con desconfianza. A pocos metros de CUFA veía un canal abierto de aguas negras y, en sus alrededores, gente en bicicleta y vecinos que saludaban al rapero con un entusiasta «¡eme vi!». MV Bill nos recibió; malencarado, preto, con su 1.90 de estatura. Nos sentamos en el patio trasero de CUFA donde charlamos, no sin dificultad, en portuñol. Después de pedir

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