Inha29122014

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Más tarde, la ciudad se había dilatado en imperio, y el ruido de una civilización ciclópea, como la de Babilonia y Egipto, se prolongaba, fatigado, hasta los infaustos días de Moctezuma el doliente. Y fue entonces cuando, en envidiable hora de asombro, traspuestos los volcanes nevados, los hombres de Cortés (“polvo, sudor y hierro”) se asomaron sobre aquel orbe de sonoridad y fulgores, espacioso circo de montañas. A sus pies, en un espejismo de cristales, se extendía la pintoresca ciudad, emanada toda ella del templo, por manera que sus calles radiantes prolongaban las aristas de la pirámide.

C

on estas palabras pintaba Tenochtitlan y su Templo Mayor Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac. Qué mejor preámbulo puede haber que lo expresado en 1915 por quien extrajo de la palabra escrita por el cronista y de los restos robados al tiempo por la arqueología la esencia del principal templo mexica convertido por sus constructores en centro del universo. Pero aquel centro de la cosmovisión de un pueblo sería borrado por la piqueta insaciable del conquistador que pretendía, de esta manera, destruir hasta sus cimientos lo que consideraba obra del demonio. Las antiguas piedras sirvieron, entonces, para los templos coloniales. Sólo quedaron del Templo Mayor las descripciones de los cronistas y algunas pictografías que nos mostraban lo que había sido el monumento. Fray Bernardino de Sahagún lo presenta en sus Primeros memoriales, fray Diego Durán lo representa en varias ocasiones en el códice que lleva su nombre, el mismo Cortés pidió que lo pusieran en el centro del recinto ceremonial de la ciudad de Tenochtitlan en el plano que envió al emperador Carlos V en su segunda Carta de relación, que fue publicada en Núremberg en 1524. Y así podríamos enumerar algunas otras imágenes que han llegado hasta nosotros. Lo interesante de esto es que, en la mayoría de dichas imágenes se observan, invariablemente, los elementos característicos del edificio: sus dos escaleras de acceso a la parte alta, los dos adoratorios que se encontraban en la cúspide dedicados a los dioses del agua y de la guerra, los detalles de los remates ornamentales o almenas en el techo de ambos adoratorios, la piedra de sacrificios en donde se inmolaba a cautivos y esclavos, en fin, que los cronistas no se detuvieron en tratar de dar la mejor versión que ante ellos se presentaba o que les era relatada por los mismos indígenas. A esto se unía la descripción de cómo era el templo. Veamos la manera en que lo relata fray Bernardino de Sahagún en su Historia general de las cosas de la Nueva España: La principal torre de todas estaba en el medio y era más alta que todas, era dedicada al dios Huitzilopuchtli o Tlacauepan Cuexcotzin. Esta torre estaba dividida en lo alto, de manera que parecía ser dos, y así tenía dos capillas o altares en lo alto, cubierta cada una con un chapitel, y en la cumbre tenía cada una de ellas sus insigneas o divisas distinctas. En la una dellas y más principal estaba la estatua de Huitzilopuchtli, que también lo llamaban Ilhuicatl Xoxouhqui; en la otra estatua la imagen del dios Tláloc. Delante de cada una de éstas estaba una piedra redonda a manera de tajón que llamaban téchcatl, donde mataban

los que sacrificaban a honra de aquel dios; y desde la piedra hasta abajo estaba un regajal de sangre de los que mataban en él, y así estaba en todas las otras torres. Estas torres tenían la cara hacia el occidente, y subían por las gradas bien estrechas y derechas, de abaxo hasta arriba, a todas estas torres.

Sin embargo, hubo que esperar mucho tiempo para que los antiguos dioses empezaran a asomarse de su entierro de siglos. Primero fue la madre de los dioses, Coatlicue, hallada el 13 de agosto de 1790, a la que le siguió pocos meses más tarde la Piedra del Sol o calendario azteca, encontrada el 17 de diciembre del mismo año. Un año más tarde saldría la Piedra de Tízoc muy cerca de una esquina de la Catedral. Todos estos eran preámbulos significativos de que pronto se encontraría el centro del universo mexica: el Templo Mayor de Tenochtitlan. Y así ocurrió… En 1914, hace un siglo, correspondió a don Manuel Gamio entrar en la esquina de las hoy calles de Guatemala y Seminario para detectar los vestigios del edificio. Consistían éstos en la esquina suroeste del monumento que abarcaba una pequeña parte de la fachada principal del mismo. Allí, una enorme cabeza de serpiente con sus fauces abiertas veía hacia el poniente. El investigador supo que estaba frente al Templo Mayor de la antigua ciudad mexica. Años más tarde lo anterior se ratificó al descubrirse, debajo de la actual Ciudad de México, lo que había estado oculto durante tanto tiempo. Allí estaba, pues, todo el contexto que siglos atrás había sido construido o depositado en las entrañas del Templo Mayor. La arqueología y las fuentes históricas habían hecho el prodigio de penetrar en los arcanos del centro de la cosmovisión mexica. EDUARDO MATOS MOCTEZUMA Investigador emérito del INAH Introducción al libro 100 años del Templo Mayor Historia de un descubrimiento.


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