Soledades de interior (maqueta final)

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La vida se quedó en la bolsa ―Ahora la tendrás, pero confía en mí, Manolo, y permíteme que te ayude, al menos por la amistad que nos une a los dos desde que éramos niños ―recobrando algo la serenidad y dispuesto a jugarme el tipo. Y encomendándome a Dios y a todas las vírgenes de nuestro planeta, lentamente comencé a abrir la bolsa, sin dejar de prestar la máxima atención a las reacciones de Manolo, que no se perdía el más mínimo movimiento mío, preparándome para que en cualquier instante aconteciera lo peor. Recuerdo, como si de ahora mismo se tratase, que lo primero que encontré en la bolsa fue un pijama blanco de seda transparente y unas zapatillas del mismo color, que cuidadosamente deposité encima de la mesa. ―¿De quién es este pijama y estas zapatillas? ―le pregunté, sabiendo de antemano la respuesta. ―Son de Carmen, Marcial ―cogiendo pausadamente Manolo el pijama y las zapatillas con sus manos y acercándolos a sus labios, para besarlos con tal ternura y delicadeza, que yo no pude hacer otra cosa que dejar escapar unas lágrimas sobre mi rostro―. ¿Sabes una cosa?... Un día me dijo que iba a dejarlos eternamente en la silla de mi dormitorio, para que cualquier mujer que viniera a mi casa, supiera que yo era solo suyo y de nadie más ―moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo, varias veces, como si se recriminara algo que no logré escuchar, a la vez que estrechaba apasionadamente el pijama y las zapatillas en su pecho. ―¿Qué hay en este pequeño cofre, Manolo? ―le volví a interrogar, sacándolo de la bolsa y poniéndolo en la mesa.

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