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El ayuntamiento campechano encontró justos los reclamos de los vecinos de San Román, sin embargo, según él, no contaba con los recursos necesarios para levantar el cementerio provisional y mucho menos el general. Por lo mismo, su respuesta fue que aceptaran “esta medida preventiva, que deberá durar muy poco tiempo y que la sufran con resignación”.17 Ante tal contestación no resulta extraño el enojo de aquellos y recordaron a la corporación municipal la existencia de un fondo que años antes se había formado para cumplir con la real orden que mandaba la construcción de cementerios fuera de poblado. Así, los vecinos del barrio Insistieron en su petición de que se hiciera el cementerio extramuros pues corrían el riesgo de infestarse con los muchos cadáveres que se enterraban en San Román. La petición de los vecinos, sin embargo, no resultó suficiente para la construcción del cementerio general en el puerto campechano; a pesar de su conveniencia aceptada por todos, el mismo tendría que esperar el segundo momento de la vigencia de la Constitución de Cádiz. En efecto, el cementerio se erigió en terreno perteneciente a la corporación municipal y con sus propios fondos pues el párroco del lugar se había negado a proporcionar los de “fábrica” según establecía la Real Orden de 1787; por tal motivo, el ayuntamiento campechano se había arrogado el derecho de sepultura que antes pertenecía a la parroquia.18 Esta situación por el control del cementerio general ilustra cabalmente el nuevo contexto de la relación del poder civil representado por el cabildo campechano y la potestad eclesiástica encarnada en el obispo y su representante el párroco. Desde la perspectiva de la institución municipal la administración del cementerio le pertenecía y así se hizo saber al prelado Agustín Estévez y Ugarte; no obstante había acordado con el mayordomo de fábrica y el párroco que el primero se hiciera cargo de la construcción y mantenimiento de los carros necesarios para la conducción de los cadá74

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veres al cementerio. Asimismo vigilar que siempre hubiera el número suficiente de sepulturas; todo ello para prestar el mejor servicio a los familiares de los difuntos. Con todo, la postura conciliatoria del ayuntamiento campechano no resultó suficiente para evitar el conflicto con el párroco pues este ponía todo tipo de obstáculos para entorpecer el buen funcionamiento del nuevo cementerio: sólo permitía el entierro de los fallecidos intramuros de la ciudad, se dilataba para avisar de los fallecimientos y así los entierros se retrasaban con las consecuencias que ello suponía para la buena imagen del nuevo cementerio. La intención del párroco era más que evidente; dejar mal a la nueva institución con la población campechana para intentar recuperar el control del camposanto. Tal situación era sólo el anuncio de las fricciones que generaría la secularización de los cementerios durante buena parte del siglo XIX; una administración civil que pretendía apropiarse de una antigua esfera perteneciente a la Iglesia y ésta intentado preservarla por diferentes medios, entre ellos, apelando a una sociedad todavía muy apegada a su tradición y costumbre funerarias. Mientras tanto, ¿Qué pasó en la ciudad capital en estos años de cambio político en lo referente al establecimiento del cementerio general?. La respuesta a esta pregunta será la llave con la que cerraremos esta penúltima parte del trabajo. En la misma sintonía de los demás cabildos liberales gaditanos, el de la ciudad de Mérida intentó poner en práctica sus atribuciones que le confería la Constitución de 1812. En la integración de sus comisiones quedó contemplada la de sanidad; ésta, además de vigilar por el estado material de todos los establecimientos de Beneficencia se ocupó del viejo anhelo de la administración civil de contar con un cementerio general y cumplir así con las antiguas disposiciones borbónicas a este respecto. El primer paso del cabildo fue informar en julio de 1813 al gobernador Artazo de sus intenciones de cambiar el cementerio de la ciu-


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