La reina sol

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La Reina Sol

Horemheb había hecho asesinar a Tutankamón para obtener el trono y apoderarse de ella, convertirla en su gran esposa real. Ésa era la atroz verdad que nunca podría demostrar investigación alguna. No aceptaría el destino que Horemheb había imaginado para ella. Le quedaban diez días para encontrar una solución. De acuerdo con el ritual, las plañideras intentaron impedir la partida de la momia. Sus llantos aumentaron de intensidad, y las mujeres se agarraron al sarcófago, imploraron al difunto que se quedara con ellas. Suavemente, los sacerdotes encargados del transporte las separaron y colocaron el sarcófago en un trineo tirado por bueyes. La procesión iba encabezada por un maestro de ceremonias que manejaba un largo bastón. Caminaba ante nueve personajes, los «hermanos del rey», encarnando a la vez la Eneada de las divinidades creadoras de la vida, y el consejo de sabios encargado de guiar al monarca en este mundo y en el otro. Justo detrás del sarcófago, Akhesa, asumiendo el papel de «la esposa del dios» llevaba un largo vestido blanco con tirantes, cuyo modelo se remontaba a los tiempos más antiguos. Sus largos cabellos negros estaban sujetos por una cinta blanca. Carente de todo maquillaje, el bello rostro de la reina atraía todas las miradas. Se buscaba en él la expresión de un temor, las huellas de la desesperación. Pero los rasgos, de excepcional finura, permanecían mudos, casi indiferentes. Y todos evocaron el extraordinario parecido con Nefertiti. Una larga hilera de servidores, despertando la admiración de la muchedumbre silenciosa, contempló a los portadores del mobiliario funerario que acompañaría al rey en su viaje al más allá. Lechos, tronos, cofres, sitiales, jarrones, jarras, vajilla, arcos, mazas, carros desmontados, estatuas, barcas, juegos y joyas reconstituirían alrededor del monarca su marco ritual y familiar. La procesión avanzó con extremada lentitud hasta el embarcadero, donde aguardaba una numerosa flotilla. La travesía del Nilo se efectuó bajo un sol pálido. Las riberas, tan animadas de ordinario por la presencia de pescadores, bañistas o niños que jugaban, no mostraban actividad alguna. Pronto se elevaron en el aire los cantos de las plañideras, sentadas en el techo de las cabinas de los barcos que se dirigían a la orilla occidental, donde fueron recibidos por una joven sacerdotisa sonriente, que encarnaba a la benevolente y feliz muerte. El cortejo funerario se organizó de nuevo, en dirección al Valle de los Reyes. Akhesa alzó la mirada a la cima donde había vivido una de las pruebas decisivas de su existencia. Los cantos cesaron cuando el sarcófago abandonó para siempre la verde campiña para entrar en la llanura árida y desértica. El sendero se hizo más estrecho, avanzó entre roquedales y desembocó ante el santuario de los faraones difuntos, custodiados por los soldados de Horemheb. El sol se hacía más cálido. La hondonada del Valle de los Reyes, rodeada por altas murallas verticales, impedía que el aire circulara. Akhesa sufrió un ligero malestar, pero no dejó que se advirtiera. Los servidores agitaron abanicos ante el rostro de los dignatarios, permitiéndoles recuperar el aliento.


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