CARTA DE LAS ISLAS
Hace ya mucho tiempo, en algún lugar en medio de las cuatro esquinas del mundo, hubo una vez unas islas protegidas por el Mar. Eran sus islas secretas, y él las llamaba «las Islas Preferidas». De vez en cuando, muy de vez en cuando, algún intrépido navegante, provisto de un largo catalejo de alta precisión, veía surgir a lo lejos una de ellas, brillando al sol. Pero, en cuanto gritaba ¡tierra!, la isla desaparecía de inmediato entre una niebla que surgía al instante, con la misma rapidez con que aparecían después la tormenta, los ciclones, los tornados, los tifones o el tsunami. Y como los marinos tienen otras cosas mejores que hacer en el mar que estar naufragando por ahí todos los días, no llegaban más lejos en su exploración. A estas islas las llamaron las islas Baladar*, porque decían que nunca se estaban quietas en su sitio, y se limitaron a escribir, un poco al azar, algunos nombres en sus cartas de navegación: isla Aparte, isla De Repente o isla Incógnita. Según el humor de cada momento, según hiciera buen o mal tiempo, las llamaban de uno u otro modo: un día eran las Defensivas, las Desafiantes, las Dudosas, las Imprevistas, las Intratables, las Feroces, las Fugitivas; otro día eran las Primitivas, las Ingenuas; o las islas Festivas, las islas Libertad, las islas Soñadas, las islas Improvisadas… *
El término Baladar, creado por el autor, remite al verbo francés balader, «pasear de un lado a otro sin un fin determinado». (N. del T.)
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Después, sus nombres se borraron, las cartas fueron rasgadas como viejas cartas de baraja y nunca jamás se volvió a hablar del archipiélago Baladar. Pero, por las noches, los viejos marinos, cuando removían en sus viejos recuerdos, bebían un vaso sonriendo a la salud de las islas Olvidadas. Solo una de las islas Baladar, la más pequeña, había pasado siempre desapercibida y su nombre nunca se escribió en ningún mapa. Aunque era la isla más próxima a la costa, las gentes del Gran Continente nunca le prestaron atención y la llamaban la isla Sin La Menor Importancia o la Islita de Tres al Cuarto. Los nativos vivían allí muy felices, y los niños cantaban desde la mañana hasta la tarde una cancioncilla de las islas Baladar: Un barco llega; la isla se acerca. El barco se va; la isla se aleja. Y cuando no vemos ni un barco pasar se queda tranquila en medio del mar. En esta pequeña isla que no se daba aires de nada, había muchos pájaros y animales muy hermosos, y siempre había peces a su alrededor. Por eso, muchos de sus habitantes eran pescadores y los que no eran pescadores eran sembradores o agricultores, que cultivaban pimientos, higueras, cocoteros, trigo negro, almendras verdes y fresas del bosque. Pero no había jardineros. Había tantas flores que habrían hecho falta miles de jardineros. Tampoco había humildes floristas delante de sus pequeños tenderetes ni grandes perfumistas en sus lujosas tiendas. Las flores daban su perfume sin pedir nada a cambio. Tampoco había cocineros, ni jueces, ni panaderos, ni músicos, ni poetas. Los nativos hacían ellos mismos su propia comida, su propia justicia, su música, su poesía y su pan.
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Pero sí había un barrendero, que era el encargado oficial de la limpieza del municipio. No era un nativo de la isla; simplemente había desembarcado un día, sujeto con una correa por un turista que lo había comprado por cuatro perras durante un crucero por las islas Bagatela, donde, según parece, hace mucho tiempo vivían, libres y felices, unos grandes simios sabios, muy divertidos y totalmente azules de arriba abajo. Enseguida se convirtió en el barrendero más rápido de todas las islas Baladar. Y con él todo estaba siempre tan limpio (las callejas pequeñas y la plaza mayor, el puerto y la dársena, los muelles y los diques), que te podías preguntar si en realidad todo aquello había tenido tiempo de ensuciarse alguna vez. Le llamaban Cuatromanos Alaobra. Cuando acababa su trabajo, es decir, al poco rato de haberlo comenzado, se tumbaba en su hamaca y el viento del mar y el canto de los pájaros lo arrullaban. Entonces se dormía y, lleno de alegría, soñaba sencillos sueños de simio, soñaba que todo sería siempre parecido, tan simple y sincero, tan hermoso y tan nuevo como siempre había sido. Todo estaba tranquilo y alegre, y la felicidad se paseaba por la isla como si fuese un niño del país. De vez en cuando, un gran loro azul o blanco o rojo llevaba noticias del Gran Continente. Eran siempre las mismas, siempre las mismas viejas noticias que hablaban de guerra y de dinero, y ya nadie escuchaba al gran loro azul, rojo o blanco. Pero cada vez que un dromedario, sin decir nada, atravesaba la Plaza Mayor con el paso lento de los dromedarios, que algunas veces se acelera, sobre todo cuando tienen prisa, un nativo de repente lo llamaba y le ofrecía un vaso de ron y una taza de café. Lo hacía por pura cortesía, porque conocía el legendario carácter sobrio del dromedario. También por pura cortesía, el dromedario, que se sentía obligado a aceptarlo, bebía unos vasos de ron y unas tazas de café. E incluso llegaba a decir, ya trabándosele la lengua, que, aunque fuera en contra de sus principios, aquello tampoco estaba tan mal. Las horas pasaban como el dromedario, sin ninguna prisa, y la lluvia y el buen tiempo charlaban con los habitantes cuando pasaban por delante de sus puertas.
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De vez en cuando, el mal tiempo se entrometía en las conversaciones. Tenía una voz de trueno que rompía los cristales cuando hablaba, y la lluvia que traía con él se reía a carcajadas. Los nativos se reían a la vez que ella. —Esto va bien —decían—. El mal tiempo está de fiesta. ¡La caza va a comenzar! Hablaban de la caza del alce, la única caza que les gustaba. Era una caza pacífica y benévola. Había un proverbio de la isla que decía: «cuando el tiempo se pone malo, el alce se pone bueno», lo cual quería decir, sencillamente, que cuando la niebla oscurecía las montañas, el alce se aburría allá arriba y bajaba al valle para aclararse las ideas. El cazador, con la nariz apoyada contra el cristal roto, acechaba a la presa y cuando la presa llegaba los perros se iban a acostar, porque ya era de noche. Entonces, el cazador, cuando el viento se calmaba un poco, salía alumbrándose con una vela, cogía su alce y se volvía con él a casa. El alce se quedaba allí casi toda la temporada del mal tiempo y jugaba con los niños. Y cuando el mal tiempo volvía a ponerse su enorme sombrero de paja de primavera, el alce volvía otra vez a la montaña, cantando. A la vez que regresaba el buen tiempo, volvía el gran loro de plumas multicolores, con un viejo vendedor de periódicos, en una barca más vieja todavía. Y, con las alas desplegadas, el loro cantaba muy fuerte: —¡Noticias, noticias, os traigo noticias! Pero el viejo vendedor de periódicos, desde los tiempos en que todavía los vendía, nunca se creyó nada de lo que ponía en ellos, y guiñando un ojo y riendo, gritaba con la voz rota como una vieja porcelana cien veces recompuesta: ¡Las Noticas del Gran Continente! ¡El Charlatán! ¡El Intrigante! ¡Los Ecos de la Caverna y de la Caserna y de los Tunantes!
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Bien sabía que los habitantes de la isla no leían nunca las cosas impresas, pero que todos los años, cuando él venía, le compraban todos los periódicos, sin preguntarle de qué día ni de qué año eran, solamente para ayudarle un poco a vivir, y eso porque no venía muy a menudo. Como nunca tenían dinero, le pagaban con pescado ahumado, tabaco, bananas, mermelada de rosa, naranjas, collares de conchas... y él se iba tan contento. Le decían adiós con una mano mientras con la otra tiraban los periódicos al muelle, donde Cuatromanos Alaobra los barría y los quemaba. Con ellos hacía una buena hoguera y los niños, bailando a su alrededor, cantaban imitando la voz del gran loro: ¡Noticias, noticias. Os traigo noticias! El gran loro, profundamente ofendido, desplegaba las alas y se echaba a volar, todo negro por el humo, hacia el Gran Continente, con las cenizas de las últimas noticias que se llevaba el viento. De esa forma, cada dos por tres se preparaba una fiesta, a la mínima ocasión. Cuando no era una hoguera, era una carrera de alces, fuentes luminosas o un gran concurso de ciervos volantes, porque los nativos, siempre trabajando la tierra o navegando por el mar, no olvidaban nunca que ellos también habían sido niños. Y también había fiestas para los mayores. Por ejemplo, cuando la pesca del atún era buena, se organizaba un gran concierto de atunes en la Plaza Mayor, porque en aquellas regiones el atún era un pescado que daba siempre buen tono. Y a los atunes que mejor cantaban o que mejor tocaban la trompeta o el mirlitón, se les echaba de nuevo al mar con una medalla de oro hecha del mismo metal que servía para hacer los anzuelos. A los demás atunes se los comían. Eso no debía de ser muy agradable para ellos, pero por suerte era una cosa que no les sucedía más que una vez en la vida. A veces también ocurría que algún nativo se caía de su barca de pesca y, en cuanto caía, llegaban unos tiburones con muchísima hambre. Y al hombre jamás se le ocurría decir: «¡Estas cosas no me pasan más que a mí!».
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