Sitio del suceso

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El martillo de Medea

sentados en sitiales enfrentados, aunque a breve distancia. Estábamos tan cerca el uno del otro, que podía sentir el vahillo almibarado que su piel desprendía, permitiéndome ahora estimar con detalle la belleza de sus facciones y saborear, furtivamente, la deliciosa sinuosidad de sus pechos y sus caderas anchas de mujerona. La casa estaba en silencio, como lo había estado durante todas esas mañanas sin juegos ni correteos, como ahora también lo estaban sus labios: mudos. Yo habría dado cualquier cosa por conocer el verdadero secreto que escondía su boca, pero esa fruta extraña se negaba a ser mordida. Comencé entonces a buscar en sus ojos algún rastro de humanidad que confiaba poder encontrar aún entre toda esa podredumbre, pero me vi de pronto perdido en su mirada espejeante que, lejos de dejarse interrogar, me devolvía mi propia figura, al principio nítida y tal como me parecía que era, pero luego de un tiempo –un tiempo que nadie hubiese podido medir–, mi reflejo se deformaba, o más bien se transformaba en otra cosa: fui distinguiendo, poco a poco, la imagen de un niño muerto, de tu hijo muerto, Jeannette, esa imagen que me había atormentado en la duermevela de tantas noches; veía cómo te acercabas, porque de pronto aparecías tú como una Parca con tus tijeras de peluquera, y yo estaba ahí, horrorizado, frente a ti, y nos mirábamos como ahora. Algún resabio de ternura había en ello, y hacíamos el amor hasta desvanecernos, empapados de un miedo viscoso, desde luego confundidos y maldecidos por los dioses como los personajes de no sé qué tragedias griegas –era la niebla de mi pesadilla, te lo recuerdo– y te ibas apoyando desnuda contra mi pecho, rodeándome el cuello en un abrazo calcinante; de un momento a otro me tomabas por sorpresa y sacabas, no sé de dónde, un martillo y cumplías con el rito inveterado de golpear con él mi cabeza hasta destrozarla, hasta hacer de ella una papilla sanguinolenta; no sólo eso, porque lo golpeabas todo, arrasabas con todo mejor dicho, y todo se derrumbaba ante el temblor repentino del éxtasis que nos consumía y luego, en medio de un creciente crepitar como de llamas desbocadas o de aplausos en la lejanía, se apagaba ese destello, ahogado para siempre por la oscuridad de la noche o del fin de una función o del fondo de aquellos ojos tuyos, a punto ya de cerrarse.

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