La Jornada Semanal

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Jornada Semanal • Número 971 • 13 de octubre de 2013

El rival

creación

Eugenio Aguirre

E

l rostro demacrado de Rutilio Cifuentes me causó desconcierto. Hacía ‒Verás ‒dijo de pronto con los labios torcidos, al tiempo que escupía algunos tiempo que no lo veía y apenas pude reconocerlo, mientras ocupaba una grumos de alimento envueltos en una crisálida biliosa‒. Hace seis meses, es­ mesa contigua donde consumía mi desayuno. Su piel cetrina, arruga­ taba supervisando la colocación de la carpeta asfáltica de la carretera que va da y con delgadas estrías en las ojeras contrastaba con el color azul tur­ de Papantla a las ruinas de Bonampak. Me acompañaba, como muchas veces quesa de la laguna de Bacalar. El temblor furtivo de sus manos con el apacible lo ha hecho, mi mujer Marcela. Los operarios se retiraron a tomar el rancho y remanso del Cenote Azul. nos dejaron solos en un paraje solitario donde abundan los ramones, los tron­ No soy dado a la compasión y menos a la caridad cristiana; sin embargo, no cos de chico zapote, a los que extraen la resina con la que hacen chicle, mameyes pude evitar acudir a su vera para, al menos, indagar cuál era el motivo de aque­ y chirimoyos. De pronto, escuchamos disparos de escopeta en el interior de la lla tristeza que lo traía por el callejón de la amargura. Le di una palmada en la selva y no tardaron en pasar colgados de las ramas que conforman la fron­ espalda y lo llamé por su nombre para que supiera que no estaba solo; que al­ da, despavoridos y furiosos, decenas de monos saraguatos y araña que huían guien, un viejo amigo, un conocido cualquiera, estaba disponible de los cazadores furtivos a fin de salvar la vida. Fue tal la violencia de para procurarle cierta certeza y evitar que se despeñara en el la fuga, que un monito araña no pudo sujetarse precipicio de la angustia. del vientre de su madre, se desprendió y cayó ‒Ya no puedo soportar esta situación ‒bal­ a nuestros pies sobre un montón de hoja­ buceó con los ojos puestos en la línea negra rasca. Marcela lo recogió de inmediato y, de su horizonte y sin que le importa­ con ternura, lo llevó a su regazo. se saber con quién hablaba‒. No me ‒El monito, entonces, se prendió la merezco ni es justa. No hice nada de su pecho y no lo ha soltado des­ para propiciarla. Nada para que de entonces. Al principio creí mi mujer lo prefiera a él y que era algo transitorio. Que el a mí me tenga proscrito, animalito necesitaba alimen­ relegado a ser una compar­ tarse y confundía las tetas de sa de un idilio procaz y su madre con las de Marcela; depravado. sólo que ella, en virtud de Una infidelidad opro­ que sus pe­z ones están se­ biosa –pensé sin abrir la cos, puso un poco de le­ boca‒; un adulterio consenche de vaca encima y el tido a la fuerza por el cónyumico aceptó gustoso, pe­ ge en la posición más débil; ro muy feliz, la trans­ sujeto, quizás, a un chanferencia. Yo, admirado taje moral o, hasta podría por su instinto de sobre­ ser, de carácter económico. vivencia, consentí, y ahí Un escenario a todas luces estuvo mi gravísimo error, humillante, capaz de destroque viviera con nosotros zar la integridad de un indi­ unos días. Sin embargo, el viduo por más recio que éste sea. tiempo ha pasado y Marcela y –Es que si tú supieras –interrumpió el pinche mono se han vuelto Rutilio mis especulaciones con voz inseparables. No lo puede des­ aguda, casi un lamento‒ cómo la mal­ prender de su cuerpo ni para bañar­ dad descendió de los árboles para, se. Dormimos los tres en la misma igual que una guillotina, cercenar nuestra cama entre un revoltijo de pelos, olo­ relación de pareja y el compromiso emocional res y arrumacos que a mí me parecen cimentado en casi veinte años de matrimonio... aberrantes, porque, debo reconocerlo, Ilustración: pin.primate.wisc Si tú o alguien me pudiese explicar por qué los ins­ son manifestaciones salvajes. Marcela ya no quiere tintos son más fuertes que el amor, la inteligencia, o la racionalidad hacer el amor conmigo; prefiere, así me lo ha confesado, la tersura de la en que hemos sido educados, quizás entonces podría yo... ¡Pero no, es absurdo piel del simio y utilizar su larga y enorme cola para acariciar su entrepierna. y sé que no hay respuestas! Ya no se dirige a mí con palabras y utiliza onomatopeyas simiescas, que Rutilio calló, colocó las manos sobre la cara y comenzó a pujar como si qui­ simulan suspiros y susurros, para comunicarse. Mi casa está abarrotada de siera expulsar una bola de zacate que estuviese atorada en su esófago. Yo co­ plátanos, cacahuates y cagarrutas de chango. Mi vida, mi pinche vida, es li­ mencé a impacientarme y a extrañar la sensatez y cordura que había de­ teralmente una tremebunda monada... ¡No se vale! –gritó Rutilio ante mi mos­t rado cuando, en el desempeño de nuestra profesión de ingenieros, azorada presencia‒. ¡Somos seres humanos! –gimió; y, enseguida, abandonó habíamos trabajado en la construcción de caminos en condiciones adver­ la mesa, se colocó en cuatro patas y se dirigió a donde estaba Marcela y, me sas, muchas veces bajo la inclemencia del sol del desierto o azotados por da pena decirlo, a fin de congraciarse con ella, se puso a hacerle una variedad de tormentas en las selvas tropicales. monerías que ésta recibió con la más fría indiferencia •


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