Discurso Spencer W. Kimball

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PRESIDENTE SPENCER W. KIMBALL justificar que en una pequeña ciudad, no lejos de Salt Lake City, hubiera 272 divorcios al mismo tiempo que se habían concedido 341 licencias para contraer matrimonio. Cuando el hombre y la mujer son generosos y dedicados a sus compañeros, están reflejando la imagen del matrimonio descrito por el Señor cuando dijo: "Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se allegará a su mujer; y serán una carne" (Moisés 3:24). Cuando los hombres cumplan con los convenios hechos con su esposa y sean fieles y generosos, el número de divorcios disminuirá. Pablo citó los requisitos: "Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella... "Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. "Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la Iglesia" (Efesios 5:25, 28-29). Y cuando las mujeres olviden sus egoísmos y mezquindades y se sometan a sus maridos justos así como al Señor, cuando estén sujetas a sus maridos como se espera que la Iglesia se sujete a Cristo, entonces el índice de divorcios disminuirá. Las familias progresarán juntas y los niños serán felices, dejando oír sus risas por doquier. Dios creó al hombre y a la mujer con talentos, poderes y responsabilidades especiales, y con la habilidad de llevar a cabo lo que se espera de ellos. Cuando los hombres dediquen el tiempo a su hogar y a su familia y las mujeres se consagren a sus hijos, volverá el viejo concepto de que la más grande profesión en la vida es la de ser madre. Esta es una asociación con Dios y no hay en la vida otra posición que tenga tal poder ni tan grande influencia. La madre guarda en sus manos el destino de las naciones porque ella es quien tiene la oportunidad y la responsabilidad de moldear los caracteres de sus ciudadanos. En una estaca en California, tuve el placer de oír a una madre pronunciar estas palabras, "Estoy agradecida de ser mujer. Estoy agradecida de ser esposa y madre. Estoy agradecida de ser Santos de los Últimos Días". Pienso que ésa es una poderosa declaración. Verdaderamente, la maternidad es la profesión más grandiosa.

Se ha hablado mucho sobre el aborto, en la prensa y desde los púlpitos de diferentes religiones. La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días se opone terminantemente al aborto y aconseja a sus miembros a no someterse a él ni participar en esta práctica de ninguna manera, ni por conveniencia, ni para ocultar el resultado de un pecado. El aborto debe considerarse como uno de los hechos más repugnantes y pecaminosos de nuestra época, en la que somos testigos de la aterradora evidencia de un libertinaje que conduce a la inmoralidad sexual. Tenemos la firme convicción de que cualquier obstáculo que se oponga a la creación de la vida es grave desde el punto de vista moral, mental, psicológico y físico; e interferir con cualquiera de los procesos de la procreación es violar uno de los mandamientos de Dios: el de "multiplicar y henchir la tierra" (Génesis 1:28). Los miembros de la Iglesia que sean culpables del pecado del aborto, deben someterse a la acción disciplinaria de los concilios de la Iglesia, según las circunstancias lo indiquen. Os recordamos la ratificación de los Diez Mandamientos que el Señor hizo en nuestra época con estas palabras: "No hurtarás, ni cometerás adulterio, ni matarás, ni harás ninguna cosa semejante" (D. y C. 59:6). También aborrecemos la pornografía que parece estar inundando la tierra. Los gobernantes hacen un esfuerzo por contenerla, pero la mejor manera de destruirla es que las personas y sus familias construyan barreras para defenderse de sus peligros. Os preguntamos a todas las buenas personas, ¿deseáis que este vicio corrompa a vuestra familia y a vuestros vecinos? Cuando Moisés bajó del Monte Sinaí, llevaba para los errantes hijos de Israel los Diez Mandamientos, reglas fundamentales para conducirse en la vida. Sin embargo, estos mandamientos no eran nuevos, sino que Adán y su posteridad los habían conocido y se les había mandado que los obedecieran desde el principio; el Señor se los volvió a dar a Moisés. Incluso sabemos que eran todavía anteriores a la formación de la tierra, habiendo sido establecidos en el concilio de los cielos como parte de la prueba que los mortales habrían de pasar en la vida terrenal. El primero de ellos indica que el hombre debe adorar sólo al Señor, y el cuarto designa un día especial para esa adoración: "No tendrás dioses ajenos delante de mí. . . Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días trabajarás, y harás toda tu

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