Cinder

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Peony relajó la frente arrugada. Volvió a mirar el rostro de Cinder, el cuello, los brazos, como si su inmunidad fuera algo visible, algo que debería apreciarse a simple vista. —¿Inmune? Cinder acarició la mano de Peony más rápido, nerviosa después de haberle revelado a alguien su secreto. —Me pidieron que volviera hoy. El jefe médico cree que tal vez pueda ayudarles para encontrar un antídoto. Le dije que si descubre algo, lo que sea, tú tienes que ser la primera persona en recibirlo. Se lo hice prometer. Asombrada, vio que los ojos de Peony se llenaban de lágrimas. —¿De verdad? —De verdad. Vamos a encontrar la cura. —¿Cuánto tiempo tardaréis? —No… No lo sé. La otra mano de Peony encontró su muñeca y la apretó. Las largas uñas se le clavaron en la carne, pero Cinder tardó bastante en advertir el dolor. La respiración de Peony se había acelerado. Las lágrimas no dejaban de acudir a sus ojos, pero parte de la esperanza repentina se había desvanecido y la había invadido la desesperación. —No dejes que me muera, Cinder. Yo quería ir al baile. ¿Recuerdas? Ibas a presentarme al príncipe. Volvió la cabeza, enterrando el rostro en la almohada en un vano intento por detener las lágrimas, o por esconderlas, o por secárselas de una sola vez. En ese momento, la asaltó una tos seca que dejó un fino hilillo de sangre sobre el cojín. Cinder torció el gesto y se inclinó de inmediato para limpiarle la barbilla con la esquina de la manta de brocado. —No te rindas, Peony. Si soy inmune, eso quiere decir que tiene que existir la manera de combatir esta enfermedad. Y ellos averiguarán cómo. Seguro que acabarás yendo al baile. —Sopesó si contarle que Iko había decidido

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