El diablo de invierno

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LISA KLEYPAS

—Sí—logró responder ella, aturdida—. Sí, claro. —¿Te dijo algo? —Mencionó a mi madre. —La idea le hizo aflorar nuevas lágrimas, pero sus labios esbozaron una sonrisa torcida—. Dijo que ella iba a ayudarle a colarse por la puerta de atrás del cielo. Sebastian la llevó a su habitación. Evie se dejó caer en la cama y, tras sonarse con el pañuelo, se acurrucó de costado. No había llorado nunca así, sin sollozar. La tristeza le salía por la garganta y la presión de la pena en el pecho no se reducía. Fue vagamente consciente de que alguien corría las cortinas y de que Sebastian pedía a una criada que llevara una jarra de vino y otra de agua fría a la habitación. Aunque Sebastian permaneció en el cuarto, no se acercó a ella, sino que se paseó de un lado para otro, hasta que al final se sentó en una silla junto a la cama. Era evidente que no quería acunar a Evie mientras lloraba, que rehuía esa intimidad emocional. Podía compartir con él su pasión, pero no su dolor. Aun así, no tenía ninguna intención de irse. Después de que la criada llevara el vino y el agua, Sebastian apoyó a Evie en las almohadas y le dio una copa llena. Mientras ella bebía, tomó un paño mojado en agua fría y se lo puso con cuidado sobre los ojos hinchados. Su actitud era cariñosa y extrañamente solícita, como si atendiera a un niño pequeño. —Los empleados —farfulló Evie al cabo—. El club. El entierro... —Yo me encargaré de todo —dijo Sebastian con calma—. Cerraremos el club y dispondré los preparativos del entierro. ¿Quieres que avise a alguna amiga tuya? Evie sacudió la cabeza. —Las pondría en un compromiso. Y no me apetece hablar con nadie. —Comprendo. Sebastian se quedó con ella hasta que hubo tomado una segunda copa de vino. Al comprender que estaba esperando que le diera pie para irse, dejó la copa vacía en la mesita de noche y dijo con voz ronca: —Ahora descansaré un poco. No hace falta que te quedes conmigo, cuando hay tantas cosas que hacer. Tras evaluarla con la mirada, Sebastian se levantó de la silla. —Llámame cuando te despiertes —pidió. Tumbada en la cama, medio piripi y adormilada, se preguntó por qué la gente decía siempre que la muerte de un ser querido era más fácil cuando tenías tiempo para

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