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IMAGINISTAS es un laboratorio editorial que trabaja la ficción especulativa, el manga y los juegos de rol, con el fin de visibilizar problemáticas latinoamericanas de género y sexualidades diversas. A su vez construye un espacio seguro para personas que gusten de la fantasía, la ciencia ficción y el terror.
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CODEX 01 CUENTOS DEL MICELIO Maquetación y diseño: Donald McLeod Edición: Martín Torres~Zuleta www.imaginistas.cl somos@imaginistas.cl @imaginistas en todas las rrss noviembre del 2020 Este CODEX fue creado, entre amigues, en el laboratorio literario de imaginistas; un verano del 2020, antes que la idea de la pandemia nos resultara tan real.
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CODEX 01 CUENTOS DEL MICELIO
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Los CODEX contienen el registro de relatos y saberes del Micelio, mundo fantástico creado de forma colectiva por el laboratorio literario de IMAGINISTAS.
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PÁG•10 TRINIDAD MONTALVA Camino PÁG•22 MAVI KRALICA Si termino mis días aquí PÁG•34 JOVI A qué van los extraños a una barra PÁG•52 ANTONIA DEL ALMENDRO La doncella
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AUTORA
TRINIDAD MONTALVA Músico. Estudió Composición y Viola da Gamba y enriqueció su formación musical con clases como Música de Cine, Historia del Teatro Musical, Ópera. Estudió actuación y teatro musical en la American Musical and Dramatic Academy, y luego comenzó su proyecto solista, ademas de participar en otros proyectos nuevos como la Banda Volante y Fama Animal.
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CAMINO Escucho la lluvia golpear mi ventana con tanta fuerza que pareciera que en cualquier momento se va a romper, salpicando sus delgados vidrios por todos lados. Hace frío y aunque pasé una hora cubriendo cada rendija que había podido encontrar con guantes, gorros y bufandas, la temperatura sigue bajando y el viento se cuela igual, helado, por todas partes. Resignada, saco todas las mantas y chales que encuentro, dejando mi cama vacía, y me envuelvo en ellos como si fuera un gusano en su capullo antes de salir convertido en una bella
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mariposa; o al menos, antes de convertirme en una estatua de hielo. Korin se hubiese reído de mí: «tan exagerada que te pones con el frío... ¿no serás medio reptil en vez de medio lobo?». Aunque cada vez que me decía eso discutíamos, esta vez no pude contener una sonrisa al acordarme. Avanzo con mi capa de mantas y me instalo en la silla frente a la chimenea, buscando la posición exacta para poder mantener cada pedacito de mi cuerpo cubierto bajo mi nuevo capullo abrigador. Es mi lugar favorito en toda la pieza: esta silla vieja, grande y acolchonada frente a la pequeña chimenea. Casi siempre termino el día sentada aquí, leyendo, cantando, o simplemente mirando hacia fuera, contemplando la inmensidad de la ciudad que se esparce salpicada de luces en la oscuridad. No puedo dormir. Estoy ansiosa, triste, como si esperase algo. Aunque por supuesto, puede ser solo una noche de insomnio, otra vez. No hay caso, el sueño me abandona. A veces viene, como si fuera un amante de una noche, tierno y cariñoso, y, del mismo
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modo, después me deja sin acordarse siquiera de mi nombre. Korin se hubiera reído de ese comentario. Necesito hacer algo para bajar mi ansiedad; fumar siempre me ayuda. Por suerte tengo la pipa que me regaló. La dejo siempre sobre la chimenea, porque es mi lugar favorito para usarla, especialmente en invierno. Me quedo mirándola, como si la descubriera por primera vez. Es una pipa hermosa. Según Korin, el diseño es detallado y rústico, una mezcla perfecta de mi propia personalidad. Recorro su boquilla larga y estilizada hasta la pequeña cazoleta redonda, pintada de un color morado tornasol, igual a mi pelo. Korin y sus detalles. Según él, está hecha de la madera de un árbol mágico que habitaba en los bosques de las afueras de Puerto Paraíso hacía miles de años, así que era un amuleto protector que debía cargar conmigo para siempre; no sé si será cierto, la verdad es que siempre me pareció que era, más bien, su manera de decirme «acuérdate de mí». Saco un poco del tabaco de hierbas que había hecho hace unos días. Pongo tres pellizcos, apretando
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fuerte con el dedo para prensar bien y la enciendo. El aroma floral inunda la habitación, cálido y dulce, y de inmediato me siento un poco más calmada. Con la vista fija en la ventana empapada por la lluvia, trato de distinguir las luces de la ciudad a lo lejos; veo miles de puntitos de colores, difuminados por las gotas, que se extienden hasta chocar con la inmensidad negra del mar. Imagino que este también está inquieto, con sus aguas turbulentas por la tormenta. Sostengo la vista en las luces que brillan débiles en medio de la gran mancha; los barcos de los gordos. Bueno, lobos. Les carga que les digan gordos, pero a mi no me molesta, después de todo, es mi otra mitad. ¿Hasta cuándo estarán anclados en el puerto? Vuelvo a fumar un poco, mientras trato de distinguir cuántos barcos son, pero en la distancia y con la ventana húmeda por la lluvia, todas las luces se ven borrosas y parecen una sola amalgama brillante en medio de la oscuridad. ¿Cómo sería estar allá? ¿Sentiría vértigo? ¿Mareos? ¿Podría aguantar esa vida nómade, perdida para siempre entre aguas infinitas?
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Luego de mis años con la tropa, una vida nómade no sería nada nuevo. Nunca he tenido una vida tranquila, una casa, un hogar fijo. En fin, «la maldición del artista», pienso encogiéndome de hombros. Korin también se hubiera reído de eso. Pensando en él, doy un par de fumadas y comienzo a hacer figuras con el humo colorido. Aunque fue Korin el que me enseñó a hacerlo, la verdad es que yo lo hago mucho mejor. Todavía lo recuerdo, con su ceño fruncido cuando se dio cuenta: «ay, no te enseño nada más», me dijo entre enojo y risas. Juego con el humo en mi boca y, haciendo una pequeña trompa con mis labios, lo suelto poco a poco. Esbozo una figura alargada de brazos fuertes, pelo largo y una enorme cola que bate mientras nada flotando por la habitación. Me quedo pegada mirándola, mientras se desvanece con cada coletazo. Según Korin, el humo revela nuestros deseos más profundos. Siempre dice que debo dejarlo fluir para ver cuál es el mensaje que nos está susurrando nuestro inconsciente, incluso que hay personas que pueden interpretarlos. Miro una vez más a mi criatura de humo, medio
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humana, medio marina, y prefiero pensar que Korin no tiene idea de lo que habla. De pronto, siento un escalofrío recorrerme entera. Busco con la mirada si alguno de mis tapones se ha caído, pero no hay nada en el suelo, la pared sigue vestida de todas mis ropas. Fumo un poco más y recorro la habitación con la mirada, buscando mi viole. ¡Que desorden! La cama está totalmente deshecha después de mi atraco a las frazadas, y el velador está cubierto de ropa medio usada. En la cajonera, veo asomarse pedazos de camisas y pañuelos desde sus cinco gavetas a medio abrir, y un montón de libros y cuadernos están apilados en el tope. Recorro el suelo con la vista, lleno de libros e instrumentos agrupados en montoncitos, bordeando la pared contraria a la ventana hasta llegar a la puerta donde está mi pequeño perchero, ahora solo con el abrigo, y más abajo distingo, por fin, el estuche de madera apoyado a su lado. Dudo un rato si pararme o no, después de todo, había logrado un estado de
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comodidad y calor en mi rinconcito al fuego. Pero necesito distraerme, así que me levanto. Al abrir el estuche, un olor a madera, a bosque y a música me envuelve, encendiendo de golpe mis recuerdos. Era la varita de flores rojas que guardo en el interior. Una costumbre aprendida de Marsella: recuerdo que ponía ramitos entre medio de mis partituras y dejaba siempre uno al lado de mi cama, para que durmiera mejor. “Espantan los malos sueños” me decía. Creo que de verdad creía en eso, pero nunca me explicó por qué. Siempre he tenido sueños extraños. Cuando era niña pensaba que si aun con la ramita de flores rojas a mi lado eran tantos, quizás cuánto peores serían sin ella. Ahora sé que con o sin ramita, los sueños son los mismos. La echo de menos. Saco la viole y reviso todas sus cuerdas para ver en que afinación la había dejado. Parece la del puerto, aunque la quinta cuerda está un tanto baja, para variar. Siempre la más mañosa. Muevo con C A M I N O | 17
cuidado las pequeñas clavijas cónicas, pulsando con mi dedo la cuerda hasta llegar a la nota correcta. Para asegurarme, pruebo tocándolas en pares; los intervalos suenan bien. Saco el arco y la púa de sus bolsillos. No estoy segura de si voy a usarlos, pero prefiero sacar los dos, después de todo, la inspiración es extraña y fortuita. Y la verdad, no quiero volver a pararme y enfrentarme al frío de nuevo. Tenso el arco, lo froto en resina de pino ris y vuelvo a mi lugar, lista para tocar un poco. Comienzo punteado con los dedos, acordes tristes de recuerdos viejos. Canta la ninfa en el bosque, canta Se llena de flores el pelo Las flores del pelo le hablan, Le dicen que deje su duelo Pero la ninfa lloraba,
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Lloraba sin poder parar Un mar de lágrimas saladas Y una laguna de cal Que llore la ninfa que llore Que con sus lágrimas bellas Trae a las brujas del norte Y a muchos secretos con ellas Que llore la ninfa que llore Que con su laguna de sal Transforme a los Cazadores En hermosas bestias de cal De repente, me transporto al pasado. La música a veces me produce eso. Veo a Marsella, sentada al borde de mi cama de niña, sonriéndome
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con su amor infinito. Yo estoy acostada y ella, a pedido mío, me relata una vez más la historia de mi nombre: «tu padre te había abandonado en el bosque a las afueras de Puerto Paraíso, pero por fortuna de las estrellas, los vagones de la tropa justo pasaban por ahí. Qan y yo fuimos los primeros en bajar, al descubrir un pequeño montón de trapos que lloraba con un sonido agudo, que parecía más un canto, un lamento animal, que un llanto». Marsella le ponía siempre un poco de poesía, cuando Qan me contaba esta parte, solo decía que lloraba fuerte. «Al tomarte nos dimos cuenta de por qué habías sido abandonada: tenías rasgos de dos especies, algo prohibido en la ciudad. Aunque apenas se notara, unas pequeñas pecas rodeaban tus mejillas, ahí donde en otra especie debían haber bigotes». En esta parte, siempre tocaba cada una de mis pecas con el dedo, como si las estuviera dibujando. «Y en tus brazos y piernas habían partes escamosas, que cambiaban de color, en contraste con la piel humana, que predominaba. Parte lobo parte humano. Era un crimen». Esa era mi parte favorita, porque Marsella ponía una voz
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siniestra, casi susurrada y estiraba las letras al decirlo: criiimeeen. «Contigo aun en mis brazos, te nombramos Camino, pues ese era el lugar donde te habíamos encontrado». Un brusco movimiento me trajo de vuelta a mi habitación: me había quedado dormida y mi cabeza, pesada por el sueño, casi me hizo caer de la silla directo al fuego, que por suerte, estaba casi extinto. Me levanto arrastrando las mantas y me tiro a la cama, con la viole aun en la mano. Siento los pájaros que comienzan sus cantos; la madrugada está cerca. Apoyo la viole en el velador con cuidado y vuelvo a mirar la ventana húmeda, que ahora muestra los primeros signos de un tenue amanecer tormentoso. Cierro los ojos y escucho la lluvia golpear mi ventana con tanta fuerza que pareciera que en cualquier momento se va a romper, salpicando sus delgados vidrios por todos lados. i
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AUTORA
MAVI KRALICA Escritora, geógrafa, influencer y artista de variedad. Socia fundadora de la colectiva Apocaliptiart. Su género literario favorito es el terror.
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SI TERMINO MIS DÍAS AQUÍ Era la cuarta vez que ponía la olla al fuego. Había calentado tantas veces el guiso que ahora tenía que incorporar caldo para que no quedase seco. A ratos salía y miraba por el balcón buscándolos, pero en el horizonte no había ningún rastro de ellos. Ulver y las niñas habían ido temprano a pescar, él les estaba enseñando cómo contener la respiración por largos periodos y pasaban todo el día en alta mar. Pero hoy algo había sucedido, tardaban mucho más de lo habitual y el sol ya estaba a punto de tocar la cordillera. No podía reconocer esta
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nueva sensación humana en mi, pero supongo que estaba nerviosa. Aquí, en los apartados Manglares del Sol, la tranquilidad y seguridad que respiraba durante las horas del día desaparecía estrepitosa tras el ocaso. Hoy un viento frío y húmedo llenaba el ambiente con una pesada niebla cargada de tenebrosos presagios y, en un arrebato, salí a buscarlos. Bajé rápido por la escalera de cuerda y palo adosada al retorcido tronco del mangle. Al tocar el suelo, las olas de la marea me mojaron los pies desnudos. Fui corriendo hasta la orilla de la playa y grité sus nombres mirando hacia el mar sin respuestas, como si pudieran encontrar el camino a casa solo escuchando mi voz. De pronto, la noche caía como un manto pesado, lleno de figuras oscuras que susurraban mi nombre. Sucumbí al miedo y algo antiguo dentro de mí me dijo que huyera pero era demasiado tarde. Desde las sombras vislumbré una figura alta y delgada que se dirigía hacia mí. Cuando 24 | M A V I K R A L I C A
la penumbra me permitió ver bien, grande fue mi asombro al encontrarme de frente con una muchacha marcada con la cicatriz de las brujas. Sin decir nada, abrió su mano y sopló sobre mi cara. Sentí pequeñas gotitas de agua tocar mi piel, mientras veía como mi cuerpo se desvanecía partícula a partícula hasta desaparecer. Desperté con la luz de la mañana, estaba sola y desnuda, recostada en medio del maldito bosque de semayawis, en el país de las brujas. Quise creer que estaba en uno de los tantos sueños de infancia que me traían aquí, pero nadie me despertó esta vez. Sabía que me observaban y me puse de pie buscando un camino para huir, una referencia, pero los árboles eran tantos que no supe como ubicarme. Caminé por largo tiempo hasta llegar a un claro. En el centro estaba la laguna colgante. No podía creer que la había olvidado. De lo alto caían cascadas plateadas que al surcar el aire parecían un espejo. Me acerqué, bebí un poco de agua, contemplé mi reflejo en la fuente y me acaricié la cicatriz en la mejilla.
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Cuando se toma el agua de la fuente, todos los hechizos y maldiciones son curadas. Eso lo recordé cuando el hechizo de olvido que yo misma me había puesto, se quebró. La presión en el pecho me quitó el aire y el dolor de cabeza no me dejó abrir los ojos. Sentí los recuerdos inundar mi cabeza y supe que estaba de vuelta en el lugar donde tanto me había costado huir. Lloré, primero de pie y luego acostada, hasta quedarme dormida. Desperté en una cama rodeada por ancianas que no reconocí, todas brujas con la misma cicatriz que desfiguraba sus caras. Algunas me observaban moviendo la cabeza de un lado a otro con un tono de desaprobación y murmurando frases para sí mismas; las otras me miraban conmovidas, tomadas de las manos o tocándose el pecho, también alzaban los brazos hacia el cielo y cerraban los ojos en señal de agradecimiento. —Toma, bebe un poco —la más vieja de todas me ofreció un vaso con agua. Guardé silencio. 26 | M A V I K R A L I C A
—Llevas cuatro días durmiendo, te hemos dado pequeños sorbos en la boca pero es probable que estés deshidratada. Tienes que tomar —insistió. Estaba confundida, sentía mi garganta apretada y seca y terminé aceptando. —También tenemos pan y mermelada —me dijo sonriendo otra bruja. Comí con ganas. —Sobre la mesa hay ropa para ti. Te dejaremos para que te puedas vestir tranquila. Te esperaremos en la sala —dijo otra. Todas salieron y la última me sonrió cerrando la puerta. Una vez sola, me vestí rápido y busqué la manera de escapar. Traté de abrir las ventanas pero estaban selladas, pensé en romperlas, en hacer un hoyo en la pared, pero todo era inútil y grité sin gritar. Respiré hasta calmarme y salí de la habitación
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Me esperaban en una pequeña sala. Ahora estaban calladas y serias. Dos brujas se acercaron y me vistieron con una gruesa capa verde que me cubrió de la cabeza a los pies. Salimos de la casa y me guiaron por el bosque hasta llegar a los pies de un semayawi de tres copas. Sus raíces parecían un nido donde cada anciana tomó su lugar. Todas parecían estar sentadas en un espacio perfecto para sus formas. Yo estaba de pie mirándolas de frente como en un juicio en el que no tenía argumentos para liberarme y me largué a llorar. —¿Por qué lloras Nora Tesellata? ¿No estás feliz de volver a tu hogar? Soy Lia, ¿acaso no me recuerdas? –—la más arrugada de todas habló en representación de las ancianas. La recordaba y mi pena empezó a pasarse. Comencé a intercalar periodos de hipo y suspiros con un llanto agónico. Mi voz era un pequeño lamento que desaparecía a ratos. —Tranquila hija mía, no te sientas culpable, no es trabajo de nosotras juzgarte. Entendemos que el 28 | M A V I K R A L I C A
aislamiento a veces nos hace fantasear sobre lo que podemos encontrar fuera del bosque, pero todas sabemos que sólo aquí podrás sobrevivir. Lo que queremos es que nos cuentes cómo fueron las cosas, te hemos estado observando todo este tiempo pero queremos saber tu versión de la historia —sentenció Lia, buscando tranquizarme. Permanecí callada llorando en silencio. No podía hablar sin ahogarme. De a poco me comencé a tranquilizar y el llanto se transformó en un sollozo imperceptible que dio paso a las primeras palabras. —No. No es que yo me quisiera escapar. Fue un error, un descuido. Yo salí y no supe volver. Afuera es distinto, nadie te ayuda. No, no me miren así. Ulver era un desterrado y el que es rechazado por su familia siempre está perdido. Yo estuve desorientada muchos días y luego nos encontramos —sentí como mi voz se quebraba y guardé silencio hasta calmarme y continué—. ¿Acaso ustedes saben lo que es el amor? El me ofreció la mortalidad ¿entienden? Algo que jamás pensé tener. Prometí olvidarme de
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todas ustedes y del bosque. Me convertí en mujer y tuve dos hijas. Decidimos vivir en los manglares. Construimos una casa en lo más alto, justo frente al mar y desde ahí contemplábamos en el horizonte el amanecer todas las mañanas. Ambos sabíamos lo frágil de nuestra felicidad y por eso nos alejamos de todo, solos entre los peces y las aves. Permanecieron inmóviles, parecían ansiosas de saber más. —Tengo dos hijas, ustedes deben saberlo. Niza y Nat. Son apenas unas niñas. ¿Quién las va a cuidar? Sólo les pertenezco a ellas. Yo no puedo volver a vivir aquí. Olvídenme, ustedes son cientos. ¡Déjennos vivir en paz! —No te preocupes. Podemos darte algo para la memoria, hacer que las olvides —interrumpió una de las ancianas —¿tú sabes de eso no? Su insinuación me ofendió. —¿Cómo?, ¿que no me preocupe? ¡Son mis hijas! ¡Mi familia! Lo que me pides es que olvide MI historia
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individual. ¿Eso es fácil para ti? Pensé en que mis hijas no se olvidarían de mí, que vivirían pensando que las abandoné ¡Prefiero la muerte! —pronuncié tajante. Me miraron horrorizadas. Aquellas eran palabras prohibidas para una bruja. Otra de las mujeres se levantó ágil de su asiento y dio dos pasos hacia mí. Levantó su bastón y me golpeó en la cabeza tirándome. —¡Insensata! No te das cuenta que el bosque nos necesita. No puedes ser tan egoísta. Ya olvidaste lo que nuestras hermanas debieron pasar. ¡Tienes el deber de honrar a tu raza! ¿Acaso la cicatriz que llevas en tu mejilla no significa nada para ti? Lia la detuvo antes que me diera otro golpe y le ordenó que volviera a su lugar. —Querida Nora, no hables así —me dijo Lia con cariño—. El morir no es una decisión que te competa, somos las semillas de los semayawis y
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nuestra vida solo les pertenece a ellos. Si cometes la gran afrenta de morir, el bosque morirá contigo. Mi decisión era clara. Si habían ido por mí después de tantos años, mis hijas correrían el mismo destino y ellas tenían derecho a tener una vida que les pertenezca. Me puse de pie. La cicatriz me ardía. —Si no puedo volver con mi familia. Si estoy condenada a quedarme aquí. Todas ustedes se arrepentirán. Prefiero morir y que muera el bosque junto a mí —les dije sin miedo y vi como Lia cruzó los brazos perdiendo el gesto cariñoso de su mirada.
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AUTOR
JOVI
Del sur de chile, actualmente dedicado a la escritura y el desarrollo de juegos de mesa. Participa como diseñador en la editorial de juegos Circoctel y como editor en la Revista la Marraqueta. Estudió sociología y le gusta escribir textos que inviten al juego y la interacción entre el lector y las palabras..
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A QUÉ VAN LOS EXTRAÑOS A LA BARRA Es una de esas tardes en las que no queda otra opción razonable más que ir a la taberna. Ya anoté todas mis observaciones en mi cuaderno de investigación y leí lo que podía leer. Así que voy a la taberna y me siento en la barra, cerca de Joqu. Le pido que no permita que mi vaso esté vacío en ningún momento.
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Doy un vistazo a mi alrededor: • A mi espalda, al fondo del salón está Detin, un quiltro mercenario poco amistoso que alterna su vida entre la cerveza y la espada. • En una mesa del centro, Yinsh y Tzaar juegan una partida de puklla, al parecer bastante reñida, como la mayoría de las veces. • En la mesa del lado, Firda y Camot ¡quién de les dos más belle!, aunque, qué pena para mí, ella está muy enamorada de él y él está muy enamorado de ella. • En el otro extremo de la barra un extraño (la verdad, bastante atractivo) pero sin interés aparente por interactuar con nadie que no sea su bebida. Ningún rostro de los presentes me parece tan conocido o atractivo como para que valga la pena acercarme a conversar. Parece que está noche no me entregará ninguna memoria más que la de mi vaso.
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Ya siento el efecto del licor de raíz. Está más dulce de lo que me gustaría, pero es lo mejor que se puede obtener en este pueblo. Luego de un rato Joqu cumple su mandato y me llena el segundo vaso antes de tener que pedírselo. —De nuevo sola, Serina. —Siempre he sido mi mejor compañera, Joqu. —Así veo —ríe—, ¿supiste lo que pasó en Tihuaca? —No, he estado todo el día encerrada estudiando. —Capturaron a otro. —¿A otro bastardo? —Sí, pobre, pero se lo tienen merecido. —Nadie merece ese trato Joqu, menos por haber nacido.
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—Lamentablemente Serina, no se puede hacer nada cuando se nace maldito. A mi lado se sienta un extraño e interrumpe nuestra conversación. Lo vi llegar al pueblo más temprano. Se alojaba en la posada de Tir. Según nos enteramos va de camino a Puerto Paraíso, aunque es extraño que haya tomado este desvío. La visión de sus ojos dorados genera un susurro que se extiende por todo el pueblo: nos visitaba un observador. —¿Sabes para qué se sienta la gente en la barra? —me pregunta. —Para que te rellenen la jarra más rápido, supongo. —Yo creo que es para conversar. Uno se sienta en la barra para conversar. Si quieres estar solo para eso están los asientos del fondo. ¿O no camarada? —pregunta, interpelando al extraño del final de la barra, quien nos dedica apenas un vistazo para luego seguir bebiendo.
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No está de acuerdo, pienso. —Creo que puede ser así —le respondo—. Es una interpretación posible. —No hay otra interpretación que acepte. Pedro es mi nombre, ¿y el suyo? Es normal que los observadores se cambien de nombre por uno del mundo antiguo, como Pedro, Juan o Diego. —Serina. —Un gusto, Serina —luego gira la cabeza hacia la Joqu–. Oiga señor tabernero, deme de tomar lo mismo que ella, por favor, y un plato de estofado, con harto pan. —La comida saldrá en unos minutos —le responde Joqu mientras le sirve un vaso de licor—. Serían tres monedas de cobre, señor viajero. —Le pago al salir.
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—Necesito que me pague ahora, por favor. —Al salir —responde Pedro y lo mira a los ojos. Aprovecho de mirarlo con mayor detención: • Más allá del color amarillo, su mirada no me llama la atención ni expresa mucho. • Tiene una quijada firme, notoria aún a través de su barba espesa. • Sus labios son su mejor cualidad. • Si no fuera un observador, dejaría que me hiciera compañía esta noche. —No me gusta que se desconfíe de los viajeros, Serina. Me muevo todo el tiempo, pero exijo que me respeten en todas partes. —Lo entiendo. —No eres muy buena para conversar la verdad, tal vez deba cambiarme al otro lado de la barra —dijo, mirando nuevamente al extraño, quien no se dio por aludido. 40 | J O V I
Llega su plato de comida, humeante, con cuatro trozos de pan, el doble de la ración habitual. Joqu vuelve a llenarme el vaso. —Gracias Joqu. —Si hay algo que no me molesta de viajar es la comida —me cuenta Pedro—, aunque me ha tocado probar los platos más sabrosos. En el desierto preparan un cactus frito que ni te imaginas. Detesto el pescado, por eso aprovecho de comer harto cuando ando fuera del puerto. Evalúo mis opciones: • Podría seguir callada, tal vez deja de molestarme y se dedica a hacer otra cosa • Podría continuar la conversación, si no voy a llevármelo a la cama al menos puedo alimentar la imaginación. —¿Y por qué viajas tanto?
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—Soy un observador, Serina. Si nos quedamos quietos se nos atrofia la vista, hay que posar los ojos sobre cosas distintas. Terminó de comer y usó lo que le quedaba de pan para limpiar el plato. —Estaba muy sabroso Joqu, aunque la zanahoria me gusta menos cocida -dice Pedro, mientras se ponía de pie—. Katipar, vámonos —le ordena al extraño del fondo de la barra. El extraño levanta la vista asustado. Toda la taberna se pone en alerta. Pedro es un cazador de la Orden. Katipar salta sobre la barra y hace girar su cuerpo de manera que pareciera estar levantando algo muy pesado desde el suelo con sus manos. Una columna de humo oscuro se manifiesta subiendo del suelo a sus manos, propulsandose en dirección
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a Pedro. En los ojos de Katipar no hay ni un ápice de dorado. Katipar es un observador bastardo. Pedro inhala todo el humo mientras cruza las manos sobre su pecho, apoyando sus palmas en sus clavículas. Su pecho se hincha hasta alcanzar dos veces su tamaño. Katipar corre sobre la barra y patea el plato vacío hacia el cazador, que libera todo el aire de su pecho en su dirección. Katipar vuela y se estrella contra la pared reventando una docena de botellas de vidrio. Joqu está escondido en la cocina. La pareja de jugadores y la pareja de enamorades se protegen en un rincón, esperando la oportunidad de poder escapar. Detin el mercenario observaba atento, con una mano sobre su espada. Yo evalúo si intervenir o no: • Podría defender al bastardo:
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◁ Si somos dos contra el observador, de seguro Detin se nos une, para cobrarnos luego. ◁ Difícilmente Pedro es tan fuerte para poder con les tres. • Pero si intervengo, me mostraría tal como soy: ▷ Una bastarda. ▷ Pondrían una recompensa por mi cabeza. ▷ Sería el fin de mi viaje, de mi misión. Katipar golpea sus manos contra el suelo y al levantarlas salen disparados los vidrios rotos de las botellas en dirección al cazador. Pedro se cubre el rostro con los brazos, aunque los vidrios logran cortarle en algunas partes del cuerpo. Sangran sus muñecas, codos y frente. Detenidamente posa su palma derecha sobre su mano izquierda. Sus dedos se endurecen y sus uñas crecen en forma de pequeñas cuchillas.Pedro tiene el poder de transmutar su cuerpo.
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Repite el mismo procedimiento con su otra mano. El cazador pasa frente a mí, corriendo hacia su presa. Podría defender al bastardo. Pero si intervengo me mostraría tal como soy. Tendría vivir escapando. No podría salvarla. Pedro se abalanza sobre Katipar, que lo esquiva dando un salto a la barra, no sin antes recibir un corte por las garras en su brazo. Al aterrizar sobre la madera pone sus manos alrededor de su cuello y sus venas desde el esternón hasta la frente se inflaman y se tornan violeta. De su garganta emana un rugido casi visible en dirección al cazador. El sonido es agudo, como mil cuchillos rasgando un vidrio, y grave, como si una montaña se arrastrara sobre la tierra. En el suelo, tras la barra, Pedro tirita intentando taparse los oídos inútilmente. Sus manos y uñas se encogen, su pecho vuelve a su tamaño normal y la A Q U É V A N L O S E X T R A Ñ O S A L A B A R R A | 45
luz dorada de sus ojos se atenúa, titilando. Hasta que el ruido se ahoga. Desde el anverso de las rodillas de Katipar salpica un chorro de sangre mientras la espada de Detin avanza rompiendo sus tendones. Katipar intenta incorporarse pese al dolor, pero es muy tarde, Detin ya tiene la espada apoyada contra su cuello, que sangra de a poco en la parte donde el filo de la hoja se encuentra con la piel. Pedro se levanta y saca de su bolso una cuerda con la que ata las manos del bastardo tras su espalda. —La Orden agradece la colaboración de todos ustedes para atrapar a este pecado. Serina, gracias por la compañía, fue un agrado. Detin avanza hacia la puerta arrastrando al capturado, imposibilitado de caminar por las heridas. Desde el suelo Katipar me mira.
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Sus ojos negros asustados chocan con mis ojos negros apenados. El cazador se dispone a salir tras ellos. Sobre la barra deja una moneda de oro mientras mira a Joqu. —Le dije que siempre pago al salir.
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AUTORA
ANTONIA DEL ALMENDRO
Oriunda de una casita de Buin. Estudió cine, adentrándose en ambientación y guión, y antes de la pandemia jugaba roller derby. Le gustan las plantitas, la fantasía, los animales, cocinar y comer.
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ANTONIA
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“Diosas: Kalfumalen, Artemisa, Medeina y Diana que representan a las niñas que habitan en los bosques y cuidan a los animales de los cazadores; a la doncella salvaje y libre, guardiana de la Naturaleza.” Pabla Pérez San Martín
LA DONCELLA Cuando sea grande voy a ocupar mi magia para viajar a los confines del mundo en un abrir y cerrar de ojos. Nunca más viajaré a pie, resolvió Armeria recostada en la barcaza mientras se rascaba el pecho y miraba las copas de los árboles pasar. En un comienzo, había visto la lentitud del viaje como una virtud, así no se perdería ningún detalle, pero con el pasar del tiempo, se había vuelto bastante desesperante. Ya había perdido la cuenta de cuántos días llevaba en esa embarcación
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dirigida por un animal similar a un anfibio, cuyo rostro estaba desprovisto de cualquier expresión. La criatura era un pequeño ser rechoncho. Su piel gruesa y gris estaba cubierta de una fina capa de sudor brillante y baboso, y de su boca ancha no salía sonido alguno. Armeria jamás había visto algo parecido, incluso se preguntó las primeras noches si era una estatua, pero ahora, después de tanto tiempo en este lado del Micelio, ya no llamaba su atención. Se había acostumbrado a su presencia y a una extraña comunicación a través del silencio. Tampoco era como que hubiese mucho que decir, después de todo, en estas tierras ninguna criatura se comunicaba tanto con los humanos. Incluso Drama, su acompañante felino, se mantenía en un mutismo absoluto, durmiendo gran parte del día recostado boca arriba. Al verlo en esa posición, Armeria no pudo resistirse a acariciar su panza peluda y recordó ese día en el que, sacando la basura, lo encontró desnutrido e irreconocible. El encuentro había coincidido con los días en los que le había comenzado a picar el pecho, tanto que
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estuvo excusada de trabajar en el hogar durante una semana porque no podía evitar rascarse en público. Como hasta la ropa almidonada se le hacía insoportable, aprovechó esos días para pasearse a torso desnudo, cuidando de esta criatura que, con el tiempo, reveló su forma gatuna. Apenas supo que la enviarían lejos, no dudó en llevárselo con ella. Había logrado colarlo porque, en ese entonces, cabía dentro de su ropa holgada, pero ahora se había vuelto una bestia azabache y majestuosa, con un pelaje azul tornasol como un mirlo. Era como si, por alguna razón, mientras más se adentraran en los manglares, más creciera. A esas alturas, parecía una pequeña pantera que ocupaba la mitad del inestable bote, mientras Armeria apenas ocupaba la otra con su menudo cuerpo y su escaso equipaje. El anfibio tenía su propio lugar como chofer de la embarcación en un altillo en la popa, y desde allí la manejaba sin moverse, como si su sola presencia bastara para conducirla a su antojo.
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¡¿Acaso soy ciega?!, pensó Armeria y en un santiamén estaba erguida posando sus curiosos ojos oscuros en el serio animal. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Todo este tiempo creyendo que la embarcación se dejaba llevar por la corriente y que… Fugazmente desenfundó su libreta de mano y, sin dejar de mirarlo, se dispuso a anotar, pero, al instante de haber puesto la punta de su pluma en la hoja, la inspiración se desvaneció. ¿Él es mágico o será una barcaza mágica? ¿Y si es la suma de ambos? Derrotada volvió a tenderse. Su libreta se mantendría en blanco otro día más. Ningún atisbo de magia en todo el viaje. ¿Cómo voy a aprender de magia si no puedo escribirla? se lamentó. Armeria había pasado toda su vida rodeada de magia sin poder entenderla, añorándola desde que tenía memoria. Sin embargo, a pesar de haber nacido sin ella, buscaba con afán su explicación en todas partes. Se las ingeniaba para husmear en la biblioteca de la casa donde trabajaba, aunque
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fuera por un momento corto. Nunca había tenido tiempo de leer un libro completo, se contentaba con pasar un par de páginas, examinar los lomos de las enciclopedias, contemplar los mapas y manosear una que otra herramienta de observación. Siempre había sido sigilosa —invisible, diría ella—, pero una noche en la que no podía dormir de tanto picor, no lo fue tanto y, ahora, después de un largo historial de desobediencias y pillerías, iba camino a ser reformada en la Escuela de Labores, el mejor lugar para convertirse en una empleada ejemplar. Todas las mujeres que trabajaban con Armeria en su antigua casa venían de allí, y se contaba que todas las niñas irían tarde o temprano. Pero a sus compañeras las habían enviado a temprana edad y nunca, ninguna, a los 13. Armeria había llegado a pensar que era distinta, que nunca abandonaría la capital, pero ahora estaba allí, atrapada en esa canoa, con un gato dormilón y un anfibio silencioso como única compañía.
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Las copas de los árboles parecían todas iguales, como si las hojas de los mangles se unieran en un único gran follaje: un cielo verde que se movía con el viento y dejaba ver el inicio del ocaso. Armeria solía imaginarse junto a Drama, versión miniatura, saltando de rama en rama, avanzando ágilmente a la par con la embarcación; a veces se detenían a batallar contra algún villano despiadado, aunque, por lo general, solo avanzaban velozmente, pero ya estaba aburrida de tanta imaginación. Con la mirada perdida en el bosque, comenzó a pasar entre sus dedos la credencial que llevaba colgada al cuello: «Menor no acompañada». Qué vergüenza, ni que fuera un paquete, pensó. Estaba a punto de quitársela para lanzarla lejos, cuando una sacudida de Drama la sacó de su ensimismamiento: se habían detenido en un muelle de palos podridos y la mirada del anfibio le indicó que este era el fin de la compañía mutua. Armeria sintió un vacío. Al fin había llegado ¿y ahora qué?
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Ansiosa, miró en distintas direcciones para saber hacia dónde dirigirse: todo era nuevo y confuso, muchos lugares desconocidos por explorar. Bajó del bote y volvió a mirar a su alrededor, hasta que encontró la mirada afable de una señora que la saludaba. Rápido, se volteó para despedirse, pero el anfibio ya se había adentrado de vuelta a los manglares, coronando la embarcación con su rostro inexpresivo. La señora caminaba lento, pero algo en su andar la delataba incómoda. Su mirada había cambiado al momento que Drama había bajado de la embarcación y ahora les guiaba a través de la caleta con rostro altivo. Antes de darse cuenta, estuvieron frente a una caseta marcada con un letrero que decía “Viajes para menores de edad”. —Vendrán pronto por ti —le dijo a Armeria en tono seco—. Los animales no están permitidos dentro de la oficina y tu no tienes permiso para salir.
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Armeria intentó poner en orden qué, de todo lo que le habían dicho, le molestaba más. Quiso decir algo, pero antes de poder emitir cualquier palabra, un empujón la obligó a entrar en la caseta y cerró la puerta tras ella. ¡¿Qué?! Era el colmo ¿Semanas de viaje para que nos traten así? ¡Ni siquiera nos dejaron recorrer el puerto! Indignada, abrió la puerta para gritarle a la señora algo que aún no sabía bien, cuando se percató que ésta ya se había ido, así que se sentó refunfuñando en el umbral de la puerta a observar cómo Drama se revolcaba feliz en la tierra aprovechando los tenues rayos de luz solar. Aún no lo sabía, pero la ira se le estaba volviendo una emoción cada vez más recurrente. La gente que trabajaba en la caleta era distinta a la de su ciudad natal, caminaban sin prisa, al ritmo de la humedad, cargando y descargando sacos, barriles y baúles de los pequeños botes
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encallados en tierra. Era un pueblo de humanos sin magia, igual que ella. Estaba pensando en eso cuando la silueta de una capa esbelta llamó su atención. Parada a un costado, había una chica que parecía un poco mayor que ella y que la miraba atentamente. Con el corazón latiendo rápido, Armeria notó que llevaba el uniforme de la Academia, aquel que había anhelado tantas veces en los escaparates de la capital: una capa negra con un lazo rojo al cuello y zapatos redondeados, negros, con un lustrado perfecto. Aunque esta vez, otra sensación la tomó por sorpresa. La chica la miraba con sus bellísimos ojos dorados, almendrados, dibujando una pequeña sonrisa con su boca. Tenía la piel trigueña y el cabello negro, que se ondulaba en una melena de risos perfectos. Armeria se fijó que de su cuello también colgaba la credencial «Menor no acompañada», y comprendió que la sonrisa ladeada era una manera amable de pedirle que
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se corriera para poder entrar. Rápida y torpe, Armeria se levantó pidiendo disculpas y ambas entraron a la caseta. Al entrar se mantuvieron en silencio y alejadas. Armeria sentía que iba a explotar, quería preguntarle tantas cosas sobre la magia, además de mirarla en detalle, analizar su ropa, su cara, su pelo; pero solo podía mirar el suelo sin comprender este arrebato de timidez. Quiso hablarle, pero la enmudeció el temor de que su voz se hubiese vuelto ridícula después de tanto silencio. ¿Y si le escribo una nota? ¿Por dónde empezar? ¿Siempre ha sido tan difícil hablar con alguien?... Eehh… «¿Vas a la Academia?» No, qué tonta. «¿Eres Bestial?» Armeria, qué estúpida. «¿Haces magia?» Uff, de verdad te esfuerzas por hacer preguntas patéticas. Respiró hondo para poder relajarse. Bueno, ¿partir con un «hola»? Le sudaban las manos, estaba a punto de decir cualquier cosa cuando Drama comenzó a maullar
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afuera causando un griterío y la chica de rizos se alzó a mirarlo por la ventana. —Parece que tu gato tiene hambre —dijo, divertida. En pánico, Armeria se acercó a mirarlo también. En uno de los puestos, un cesto de pesca estaba desparramado por el suelo y, en medio del bullicio, Drama se comía los peces de un lengüetazo, casi jugando, sin darse cuenta de que uno de los comerciantes estaba cargando un arpón en dirección a él. En cuestión de segundos, Armeria corrió a detenerlo, era tan veloz que el hombre no se dió cuenta en qué momento el cuerpo escuálido de la niña se interpuso entre ambos. —¡Esa bestia no puede estar aquí! —exclamó el hombre—. Es un peligro para todos —No es una bestia —dijo Armeria, con su voz más severa—, es mi compañero. Los hombres del mercado comenzaron a reír.
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—Esa no es mascota para una niña humana -se burló el hombre—. Después de comerte de una mordida, vendrá por toda nuestra pesca. —No es una bestia, señor Anzuelos —intervino una voz dulce—. Es un gato común. Armeria no se había percatado de que la chica la había seguido. Su túnica de hechicera le daba un estatus tácito entre las personas de la caleta. —Mi amiga no creía que yo dominara la transformación así que decidí volver a su gato gigante para demostrarle que sí —mintió con una sonrisa radiante. El tono con que hablaba calmó a la gente en cosa de segundos, era imposible no creerle. —Observe. Con gracia, la chica se acercó al gato y comenzó a acariciarlo mientras éste la toreaba a la altura de la cadera. A vista de todos, Drama
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se comenzó a encoger quedando reducido a un tierno cachorro precioso, de un negro opaco, infinitamente más bello que su pasado de basural. Armeria, anonadada, lo recogió sin decir palabra, observándolo con ojos muy abiertos, mientras Drama se analizaba así mismo, sin comprender. —Tampoco le daremos sobras —se terminó de mofar el hombre. Sin contestar, pero con una gran sonrisa en el rostro, la chica dio por terminada la conversación, tomó a Armeria de la mano y se la llevó de allí con Drama en brazos. ¿Siempre he tenido las manos tan sudorosas? Los puestos no eran muy variados, había venta de muchos alimentos, aunque estaba cubierto de bebedores de upyana jugando sobre barriles una apuesta rápida de puklla. Era día de descanso, pero aún así toda la calma que Armeria había visto en su llegada había sido reemplazada por el ajetreo de pasajeros que estaban volviendo a sus hogares LA
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o partiendo a sus escuelas o trabajos, marcando con ello el fin de las vacaciones de verano. Armeria pudo diferenciar pequeños grupos de distintas especies humanoides que avanzaban un poco perdidas, y pudo distinguir también a quienes estudiarían en su escuela, con sus ropas de lino blanco, perfectamente planchadas e impecablemente aburridas, igual que las de ella. —Para la próxima, me gustaría defenderme sola —dijo enojada, como si las palabras salieran solas de su boca. A pesar de la fascinación, algo en el actuar de la chica le había molestado. —Lo siento —respondió tranquila la joven—. Solo interferí por él. Los manglares son un lugar superticioso, aquí los felinos grandes y el color azul son de mal augurio. Imagínate el pobre. Drama caminaba con su cola erguida y fabulosa, siguiéndoles apenas el paso con sus nuevas piernitas cortas.
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La voz de la chica tenía un ritmo tal que el enojo se desvaneció de súbito, tal y como había empezado. No tenía sentido enfadarse, su magia era admirable y su presencia la congelaba. Le generaba una sensación extraña, desconocida, reconfortante. Se parecía al sentimiento que le provocaban esos objetos preciosos que recolectaba en la capital y que repartía en secreto dentro de las bolsas de los compradores del Mercado. Le gustaba pensar en la cara que pondrían las personas cuando vieran entre sus compras una piedra traslúcida, una caracola, una canica, una pluma, una hoja verde de manzano. Ahora que lo recordaba mejor, se parecía más a la sensación de esos tesoros que terminaban en el compartimiento secreto de su velador dentro de su caja de lata. Además, el olor de su cabello le recordaba a la gaveta de la cocina donde guardaban los ingredientes de los pasteles de invierno. Mientras oscurecía caminaron por los puestos hasta llegar a uno que a Armeria le pareció horroroso. En una tineta, decenas de criaturas pequeñas se encontraban hacinadas y a la venta,
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como si fueran un souvenir. Eran unos anfibios diminutos, de caparazón cristalino, que competían entre ellos por huir. Asqueada, miró dentro de la tienda, donde había una persona ofreciendo varios otros animales vivos y muertos. Infeliz. De pronto, Drama comenzó a olfatear algo a sus pies: una de las criaturas había logrado escapar de la tineta, pero había quedado boca arriba y no podía moverse. Pensando que nadie la veía, Armeria le dió un suave empujón con el pie y la lanzó de vuelta al río salado. —Un día vendré a liberarlas a todas, ya verán —dijo sin darse cuenta que pensaba en voz alta, mientras que, unos pasos más adelante, la otra chica la analizaba concentrada, sin decir palabra. A pesar de haber sido un paseo corto, Armeria había logrado hacerse una idea de este lugar que la acogería por un tiempo. Era un pueblo pequeño,
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así que rápidamente estuvieron de regreso en la caseta, pero esta vez se sentaron un poco más cerca. —¿Sabes que ahora tu gato podrá cambiar de tamaño a su antojo, cierto? —le preguntó la chica. Armeria miró a Drama sorprendida. —¿Cómo es eso? —Pareciera que es un tipo de felino descendiente de las primeras fieras —respondió la chica concentrada, intentando recordar—. No recuerdo su nombre ahora, pero puedo preguntarle a mis profesores y traerte mucha información cuando regrese. ¿Hasta cuando te quedas? Armeria intentó esconder su vergüenza y se encogió de hombros. —Yo vuelvo en cuatro semanas, para el cumpleaños de mi mamá. ¿Nos vemos?
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—Sería genial –respondió sonrojada y se dio cuenta que la otra chica sonreía, también tímida. —Cómo sea, creo que el hechizo activó su magia. Mira ¿Puedes intentarlo, por favor? —dijo dirigiéndose a Drama. Drama asintió en actitud solemne y con los ojos cerrados pasó de ser un pequeño cachorro a una hermosa bestia azulada. Al verlo, Armeria no pudo evitar abrazarlo y hundir su cara en su pecho peludo, iniciando una batalla de llaves y mordidas. Estaban en eso, cuando la misma señora de momentánea sonrisa afable volvió a entrar por la puerta haciendo que Drama se volviera pequeño de puro susto. —Aster —dijo dirigiéndose a la chica—, llegó tu barcaza. Apúrate. Ambas se miraron y durante un momento ninguna se movió. —¿Me acompañas? —preguntó la chica a Armeria.
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Armeria sintió por un segundo que el estómago se le salía e intentó disimularlo poniéndose de pie mientras asentía con la cabeza. Los manglares eran un lugar oscuro, pero la caleta estaba iluminada casi por completo por pequeñas lámparas de aceite, que le daban a todas las superficies una apariencia ululante. Una barcaza estaba detenida en el muelle podrido, y Armeria recordó su propio viaje. Quiso sorprender a la chica contándole que el anfibio manejaba la barca con magia, pero, ¿había sido realmente así o lo estaba mezclando con su imaginación? Apenas podía saberlo, la mala costumbre de magnificar los recuerdos era algo difícil de dejar. —Gracias por volver a Drama mágico —se conformó con decir—. Mi nombre es Armeria. —Gracias por hacerme compañía esta tarde. Mi nombre es Aster — respondió la chica y estiró la mano, formal. Armeria se la estrechó sonriente. LA
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—Te lo voy decir ahora que ya sabemos nuestros nombres —comenzó Armeria—: creo que tus zapatos son fabulosos. Y no sé cómo aguantas — agregó apuntando la bolsa de libros que llevaba Aster—, yo ya los hubiese leídos todos. Sabía que no era cierto, probablemente los hubiese olvidado a medio empezar para irse a jugar, pero al menos lo hubiese intentado. Aster rió y comenzó a mirar en todas direcciones para ver si alguien las estaba observando. Cuando se aseguró, se arodilló y comenzó a vaciar la bolsa como si estuviera buscando algo, era pequeña, pero los objetos salían y salían. Pronto hubo un desorden a su alrededor. —¿Se te perdió algo? —preguntó Armeria. Aster le indicó con un gesto que se acercara mientras seguía buscando. Armeria lo hizo, se arrodilló junto a ella. Sólo en esa cercanía y en ese intercambio de risas tímidas se atrevió a observar su rostro, su nariz perfilada, sus pestañas largas 68 |
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y un lunar cerca de su ceja. Era bellísima, pero Armeria no supo qué era lo que le provocaba, solo sentía muchas ganas de pasar tiempo a su lado. —Toma —dijo Aster de pronto—. Para que tengamos de qué hablar a mi regreso. En sus manos tenía un libro pequeño y delgado. Armeria lo abrió con cautela, tocándolo como lo más delicado que hubiese sostenido en su vida. Estaba impreso en tinta, encuadernado a mano y su tapa era verde, aterciopelada y con incrustaciones doradas. Dentro contenía una serie de ilustraciones y descripciones de la fauna de los Altos Manglares. —Habla de distintas criaturas, como los watkus — dijo Aster orgullosa. —¿Wat-kus? —intentó decir Armeria. —Watkus, ese animalito transparente que tiraste al río. Qué mala suerte que sean de agua dulce.
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Armeria se congeló por un momento. —¡¿Lo maté?! – preguntó horrorizada. Aster se echó a reir sin que Armeria entendiera nada. —Es una broma, lo hiciste muy bien. Bueno, no puedo hacerle esperar más —agregó apuntando el bote— ojalá verte en unos días más. A modo de despedida, Aster posó su mano en el brazo de Armeria, tocando su piel justo donde terminaba su polera manga corta y empezaba su brazo flacuchento. Armeria, inmóvil, sintió cómo el estómago se le encogía, el corazón le daba un vuelco y un calor rojo abrasaba las mejillas de su rostro, hasta ese momento, congelado; la mano de Aster era suave, un poco fría, refrescante para ese calor húmedo que parecía estar en todas partes. Las palmas comenzaron a sudarle y recordó el libro aterciopelado. Quiso agradecerle de alguna forma, pero ninguna palabra salió de su boca. Ante el silencio Aster ya le había dado la espalda y se encontraba llegando a la canoa, donde, tras 70 |
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saludar al conductor y sentarse en la barcaza, se volteó para despedirse con una sonrisa ladeada. Así, parada en el muelle, Armeria la vió adentrarse en los manglares, subida en una embarcación coronada por un anfibio de rostro implacable. La observó perderse en la oscuridad del río salado, mientras se limpiaba las manos sudorosas en el pantalón de lino blanco, imaginando embobada, con la sensación aterciopelada del libro entre sus brazos, en ese reencuentro en cuatro semanas más. i
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AGRADECIDIMIENTOS: Josemaría Larreboure ~ Jeanfranco Giordano Lorena Huerta ~ Ronny Vega ~ Victor Ramirez Antonia Del Almendro ~ Trinidad Montalva Zezé Atabales ~ Seba Rodríguez ~ Vanessa Cánepa Bárbara Pardo ~ Amparo Munilla ~ Sebastián Jouannet ~ Alex Pascal Este CODEX no sería posible sin su infinita creatividad y cariño. Gracias por compartir fantasía con nosotres.
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