Catálogo-libro Patricia Henriquez

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Instituto de Investigaciones Multidisciplinarias IIM-UAQ

PATRICIA HENRÍQUEZ Aurelio Asiain Un hombre acude al maestro para aprender el arte de la esgrima. El maestro acepta tomarlo como pupilo y de inmediato le impone tareas domésticas: barrer, lavar, partir leña, hacer fuego, cocinar. Pasado un tiempo, el discípulo protesta y el maestro responde que las clases ya han comenzado. Al día siguiente, mientras realiza la primera de sus tareas, le asesta un golpe con una vara. Lo mismo hace, en adelante, en cada momento. Pasado un tiempo, el discípulo empieza a esquivar los golpes y empieza a vivir en estado de alerta. Un día decide sorprender al maestro y le lanza un golpe súbito con la escoba o la cuchara, que el maestro detiene de inmediato. El discípulo guarda silencio, vuelve a sus tareas y sigue esquivando los ataques hasta que, pasado un tiempo, detiene un golpe con la espada. El maestro responde que ya ha empezado a hacerlo y, cuando el discípulo frunce el ceño, le advierte: “No reflexiones. Cuando quieras ver, ve inmediatamente”. El discípulo, entonces, recibe la iluminación. Esta parábola zen, que la tradición cuenta en múltiples variantes, me rondaba la cabeza mientras veía los cuadros de Patricia Henríquez. Pero digo mal: no sólo los veía, también los tocaba, los olía, los enrollaba mientras la oía a ella. Además, la palabra “cuadro” hace pensar en telas enmarcadas, tensadas en un bastidor, y de lo que se trataba era de grandes rollos de papel de amate. Una superficie rugosa, accidentada, con cicatrices, próxima al árbol todavía; un material noble y frágil, dice Patricia, que no usa pinceles sino manos y dedos para trazar con el acrílico, a gatas sobre la hoja enorme, esos seres que, como ella misma al renunciar a la mediación del pincel, están en la frontera. Perros famélicos, vacas flacas, pájaros entre redes, un hombre con una carga sombría. O ése sentado, cabizbajo, ensimismado, abatido, con una carga más sombría aun, aunque aparezca como una sombra blanca. O esos niños que hacen bolas de tierra. Pintar con las propias manos es pintar en un límite, una frontera. Las alambradas ominosas, los paisajes áridos y sin perspectiva, las situaciones límite; las escenas del destazamiento; los seres al borde de la muerte o de la sombra, son visiones de la realidad o figuraciones del sueño (más lo primero que lo segundo), pero también símbolos de una pintura que es, literal figuradamente, un cuerpo a cuerpo con la materia. Renunciar al pincel es eliminar la mediación, el arma y el instrumento. Es ver inmediatamente, pero también hacer una victoria del abatimiento.

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