K U R T L A N G E: P I R Á M I D E S E S F I N G E S F A R A O N E S

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Red Española de Historia y Arqueología

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transacciones encarnizadamente. Los juramentos árabes — y los hay sublimes — no causaban el menor efecto en nuestros labios, seguramente porque no acertábamos todavía a dar con la entonación apropiada que debía acompañar su gesticulación inimitable. Pero algo habíamos aprendido y ya sabíamos ofrecer con desgana aparente unas pocas piastras a cambio de objetos de gran valor. A menudo se nos desgarraba secretamente el corazón cuando, con fingido desinterés, rehusábamos la adquisición de algún objeto de tipo ofensivo y en el fondo deseábamos que volviera a presentársenos pronto la ocasión para poder hacernos, sin perder la cara, con alguna de aquellas maravillosas armas de piedra primitivas. La experiencia nos había demostrado que para llegar a nuestros fines, en los mercados orientales bastaba casi siempre echar mano de un gesto despectivo y ofrecer con indiferencia un precio irrisorio. Con ello logramos, con gran satisfacción nuestra y consiguiente alivio de nuestra mermada bolsa, que poco a poco cediera en virulencia aquella fiebre mercantil, hasta el punto que un buen día pudimos declarar categóricamente que en lo sucesivo ya no estábamos interesados en comprar más piedras históricas; "imschi jalla!"... no queríamos ninguna más, ¡ni regalada! Aquello era el desastre para ellos, pero las ofertas cesaron y renació la calma en el campamento; calma a penas turbada de vez en cuando por algún indígena desorientado que aún agitaba tímidamente algún objeto a distancia respetable. Volvió a dominar el paisaje la monótona letanía de la muchachada suelta por los caminos que convergían a las grandes atracciones monumentales. Por fin, con las primeras horas de la tarde, cuando da gusto tirar las cortinas y tumbarse a descansar un rato, y por las noches, cuando se extinguen todos los rumores de la tierra, pudimos dedicarnos al estudio de nuestros tesoros. Nos dió mucho qué pensar desde buen principio el color tan raro de nuestros objetos, que en nada se parecía al del sílex. Estaban representados en ellos todos los matices del pardo, desde el oro ocre pálido hasta el flameante tierra de siena; del magnífico chocolate subido al negro bituminoso. Una ligerísima capa, la pátina del desierto, llamaba inmediatamente la atención por su brillantez comparable a la de una castaña recién salida del erizo, y que sólo dejaba lugar a ciertas manchas claras en donde había subsistido el revestimiento natural de la piedra. Le cuadra a esta pátina el nombre con que se le conoce de barniz del desierto, pues únicamente aparece en yacimientos situados en terrenos extremadamente sequerosos y carentes de vegetación, y exclusivamente sobre los objetos que hayan estado expuestos durante

Estudios de Egiptología

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