NAYAGUA n.º 27

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Me sentí culpable por no haber ido a Calaceite aquel verano y no haberle casi explicado por qué no podía aceptar su invitación en aquellos días, y entrañé el aprendizaje de cuidar los afectos con la conciencia de que las personas pueden desaparecer, en cualquier momento. También vino el recuerdo de la última vez que nos vimos, en la lectura de una amiga, brevemente pero con el mismo cariño de siempre. Despedidas que no se viven como tales, pero que son definitivas, y la sensación de culpa que de alguna manera nos interpela ante la irrupción y la extrañeza de la muerte. Cogí de la estantería, casi sin pensarlo, su libro Las aguas del rí o, escrito después de la muerte de Ángel Crespo, con esa añoranza insalvable, y también La voluntad de perdurar. Poemas 1949-1964, de su marido. Abrí primero, al azar, el libro de Las aguas, y Pilar, que ya no tenía voz, dijo lo siguiente: LA ESPERA

¿Estaré sola cuando llegue la muerte que a todos nos lleva y nos conduce a los lugares de los que todo lo ignoramos? ¿Te veré llegar a buscarme montado en un caballo blanco y me subirás a la grupa para cruzar el verde prado? Ven, amor mío, que te espero ensartando días y noches como las cuentas de un rosario que se desgrana entre mis dedos.

Me estremecí y, casi sin pausa, abrí el libro de Ángel, que respondió de inmediato: La tarde gris chupa el cristal de la ventana y se oprime, aterida, contra la fachada que recorre un rosal. El aire de la estancia cuelga de cada clavo el olor a romero, a salvia y a chaparro quemado y sus lianas de humo caen pesadas al suelo: se deslizan, ascienden hasta las cinturas.

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Otra noche ha pasado y me retiro a mi habitación solitaria dejando afuera al cielo oscuro y a la luna encendida. ¿Cuántas noches pasarán hasta llegar a la postrera vez que mis manos hagan los gestos de cerrar puertas y ventanas?


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