el pibe que arrunaba las fotos

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108 Ya no me acuerdo desde cuándo, ni por qué, Comequechu me dice Cayota en lugar de Casciari. En realidad, nunca se dirigió a mí usando nombre y apellido reales. En su cabeza siempre fui Cayota, y también lo soy para su mujer y para su hija, que me llaman de ese modo con toda naturalidad. Por eso a ellas no les sonó extraño el segundo sustantivo de la frase, cayota, sino el primero: monumento. El malentendido, sin embargo, tenía una explicación. Un par de meses antes de su viaje a Norteamérica, Comequechu conoció la noticia de que yo había ganado un certamen literario llamado Juan Rulfo, pero nunca supo —no tenía por qué saberlo— que en el mundo hay dos premios con el mismo nombre. Uno bastante intrascendente que se otorga en Francia (el que gané aquel año) y otro importantísimo que se concede en México, y que no ganaré nunca. La diferencia entre ambas distinciones es abismal. El galardón francés premia una obra puntual —un cuento, una novela corta— y ofrece una compensación económica discreta. El premio mexicano rinde homenaje a una trayectoria literaria, el cheque es suculento y, en efecto, cada ganador queda inmortalizado con un pequeño busto de bronce en el centro de exposiciones de la Universidad de Guadalajara, justo el sitio al que se dirigen ahora, con paso firme, Comequechu y sus dos mujeres. En la sala principal del centro, sobre el mosaico ajedrezado y en medio de un gran silencio, los tres visitantes descubren por fin una breve fila de esculturas de metal, réplicas frías de escritores legendarios, y empiezan a buscar mi busto para sacarse, los tres, una foto conmigo. Dan vueltas y vueltas alrededor de los bronces de Nicanor Parra, de Juan José Arreola, de Nélida Piñón, de Julio Ribeyro, pero no me encuentran por ninguna parte. —Papá, papá, ¿dónde está Cayota? —pregunta Libertad, que entonces tiene cuatro o cinco años. Un guardia de la Universidad, morocho y alto, que sigue al trío con la mirada desde el principio, se les acerca. —¿Les puedo ayudar en algo? —Disculpe —le dice Comequechu—, estamos buscando el monumento de Cayota, pero no está. —¿Perdón, señor? —Que estamos buscando el monumento de Cayota —repite Comequechu, más despacio—. ¿Todavía no lo construyeron?


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