Hood 02

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Angus Donald

El cruzado

verdura, los guisantes y las judías secas, pero todo aquello era gestionado con mucha eficiencia por Little John y sus fornidos intendentes, y yo apenas tenía otra cosa que hacer más que llevar los mensajes de los hombres a Robin. El tomaba una decisión, sobre una pelea entre dos hombres, o sobre una petición de aumentar las raciones de cerveza o de pan, o sobre a qué conroi o pelotón de arqueros correspondía el turno de centinela aquella noche, o a salir de caza o en busca de leña..., y yo comunicaba su veredicto al capitán o vintenar correspondiente. No estaba más cerca de averiguar quién era la persona que había atentado contra Robin, pero no hubo nuevos ataques y pareció que la política de aislar a Robin de los hombres estaba dando sus frutos. El y yo nos reuníamos con frecuencia con el rey para cantar y tocar música, en ocasiones con la presencia de otros trovadores, incluidos Ambroise y el insidioso Bertran de Born, pero otras veces los tres solos. Puedo afirmar que el rey sentía preferencia por la compañía de Robin, y creo que también a mí me tenía aprecio. Yo le había ayudado a brillar con sus versos, a hacer un buen papel delante de un auditorio en el festín de Navidad, y según mi experiencia ésa es una de las vías más fáciles para conseguir que un hombre — príncipe o mendigo— te mire con simpatía. Sin embargo, las relaciones del rey con su real primo Felipe Augusto no iban igual de bien. El rey francés intentaba alejar a Tancredo de Ricardo, y había muchos cuchicheos y muchas reuniones secretas en las que Felipe apremiaba a Tancredo a no confiar en nuestro rey. Ricardo estaba comprensiblemente preocupado por el talante traicionero de su amigo de la infancia, pero organizó una reunión privada con Tancredo, le hizo ricos regalos y promesas solemnes, y consiguió convencer al nervioso monarca siciliano de que él no representaba un peligro. Sin embargo, se alzaba en el horizonte, amenazadora, una cuestión mucho más seria —una causa auténtica de resentimiento por parte del rey Felipe—, que amenazaba hacer naufragar la Gran Peregrinación antes incluso de que tuviera lugar la navegación de Sicilia a Tierra Santa: la boda pendiente del rey con la princesa Berenguela de Navarra. A principios de marzo, llegaron al campamento rumores de que el rey se traía a Sicilia a una hermosa princesa del norte de España con la intención de desposarla. Fue una noticia que complació a muchos en el ejército: Ricardo se disponía a entrar en combate por la causa de Cristo, de modo que era sensato buscar una esposa y tal vez encargar un heredero antes de arriesgar su vida en la lucha con los sarracenos. Pero la mosca de esa sopa era que Ricardo llevaba más de veinte años prometido a Alice, la hermana del rey de Francia. Alice era una mujer melancólica: había vivido tanto tiempo como huésped de la corte inglesa —desde que Ricardo era un niño, de hecho—, que era imposible no considerarla una especie de plato de segunda mesa. Cuando era una adolescente, por otra parte, el rey Enrique, el padre de Ricardo, la llevó a su cama. Al cabo de unos años se aburrió de ella y la abandonó. Y Ricardo,

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