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CHRISTINA DODD Castillos en el Aire 2° de la Serie My First

y menos respeto del necesario—. En fin... bendito sea vuestro regreso. Iré ahora mismo a decírselo a todos. Se alejó corriendo, pero corriendo se acercaron otros dos mozos de cuadra, y sus gritos de júbilo alegraron el corazón de Raymond. Por lo visto sentían simpatía por su señora, ¿verdad? Observó cómo cubrían a Juliana con sus propios mantos y la escuchó a ella, casi congelada, darles las gracias en inglés. De modo que se había tomado la molestia de aprender el idioma de sus criados. También ellos lo miraban con tanta curiosidad que se preguntó qué clase de recibimiento daban a sus invitados cuando no iban acompañados de la dueña del castillo. Raymond se habría quedado con gusto en los establos, pero el heno no permitía hacer fuego y el calor de los animales era lo único que mantenía el lugar por encima de los cero grados. —Tenemos que ir junto a un fuego, mi señora —le advirtió. —¿Os parece que vuestro corcel estará bien acomodado? —Apenas esperó a escuchar su respuesta—. Entonces vayámonos. Juliana salió por la puerta con decisión y mientras Raymond la seguía, descubrió por qué. Por la escalera que colgaba de la puerta abierta de lo alto de la torre del homenaje bajaban con dificultad dos siluetas. Gritando como locas, volaron hacia Juliana, que corrió hacia ellas con los brazos extendidos. Eran sus hijas. Las tres chocaron con fuerza y cayeron sobre la nieve cuajada, enredadas, besándose. Raymond, que se había detenido a una distancia prudencial, no podía ver sus rostros, pero en sus gestos había una desesperación implícita. Como los rayos de una estrella, el amor brilló alrededor del pequeño grupo. Se quedó mirando fijamente, asombrado, los ojos le escocían, los pies le dolían por el frío. Había oído historias de amor entre madres e hijos, pero las había desechado por sentimentales o únicamente le habían parecido posibles entre campesinos. Mientras Juliana y sus hijas se levantaban y empezaban a andar hacia la escalera, las tres cogidas del brazo, él tomó una decisión. Decidió que algún día formaría parte de ese círculo mágico; algún día Juliana y sus hijas correrían a recibirlo cuando volviese a casa. Primero subieron las niñas, luego Juliana se remangó las faldas y trepó por la escalera. Raymond subió a continuación para protegerla de un resbalón, se dijo para sí. En realidad, quería analizar este vínculo entre madre e hijas y comprobar si el afecto que codiciaba tenía rivales. —¿Mi señora? —gritó un joven hombre de armas apostado en la entrada—. ¡Mi señora, cómo me alegro de veros! Pero ¿cómo habéis llegado hasta aquí con este tiempo? —Su exultación se desvaneció cuando su mirada se encontró con la de Raymond. La misma curiosidad que había despertado en los mozos de cuadra pareció intensificarse en este joven, con el estímulo añadido de la hostilidad. Juliana y sus hijas accedieron al oscuro pasillo y Raymond apartó de un codazo al soldado para seguirlas. Pero este cerró la fila, pisándole a Raymond los talones en su ascenso por una corta escalera. Entonces reparó con aprobación en los estrechos recovecos que daban toda la ventaja al defensor, pero no se entretuvo. Ante él se abrió una puerta de golpe y la luz salió por ella a raudales. La curiosidad y un empellón por la espalda lo empujaron al interior del gran salón, y entornó los ojos por el humo que producía el fuego crepitante. Tras el aislamiento de las últimas semanas, la habitación le parecía rebosante de gente. Los chillidos de las criadas se mezclaron con los gritos Escaneado por MARIJO – Corregido por Grace

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