Soldados pensadores militares del Perú

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peruanas que para el regreso de Castilla, luego de su épico recorrido, integraban el ejército realista. Cuatro años después de la victoria de Abascal sobre los insurrectos, existían vestigios de las correspondencias entre el martirizado brigadier Angulo, líder militar de los rebeldes cuzqueños, y el propio virrey, cuyos contenidos serían reproducidos en forma de rumores entre soldados realistas cada vez más desafectos. Resulta muy probable que Castilla, en un punto entre 1814 y 1820, haya tenido conocimiento de los argumentos de los rebeldes Angulo y Pumacahua, plasmados en las misivas que estos enviaban a Abascal a modo de ataque ideológico, no con armas de fuego, sino con palabras que continúan siendo capaces de cuestionar la voluntad de un hombre de guerra: “Ved, Virrey, el plan que llamáis insurrección, este es el atentado que no creéis, en que todos los cuzqueños tenemos parte, no oyendo las falacias de vosotros, malvados europeos, que tantos años habéis logrado prosperar a costa de nuestro sacrificio y el de nuestras familias, sino a los gritos de la naturaleza, de la razón y de la ley. Ved las historias; las obras magníficas de Dios siempre han salido de manos débiles, para que con íntimo convencimiento las confesemos por suyas. Esta nota será motivo de vuestra confusión. […] Nuestra causa es justa por íntimo convencimiento, y la vuestra el capricho y el rigor del despotismo [...].”4 Cualquiera que haya sido el orden cronológico en que los motivos y argumentos se presentaron a la mente de Castilla, finalmente todos tuvieron un efecto sinérgico para desencadenar el suceso inexorable: luego de ser ascendido a alférez de caballería abandonó las filas realistas para unirse al ejército de San Martín, a principios de 1822. La secuencia de sucesos en la trayectoria militar del entonces alférez Castilla presentaba a la naciente República del Perú un oficial de características particulares, las que lo convertían en el arquetipo único de militar idealista hasta el punto de la obstinación, dueño de una voz que no era eco de ninguna otra, capaz de negarse a transitar senderos que lo desvíen de su objetivo de vida: la grandeza de su patria por medio de la justicia, punto cardinal de su voluntad, temperamento y madurez; tenía veinticuatro años de edad. Aquel pensamiento lo acompañó por el resto de su vida, iniciando con su labor al preparar a los jinetes de la Legión Peruana de la Guardia, primera unidad creada mediante decreto del propio San Martín, hombres en los que vertió todo cuanto había traído consigo en la mente y el corazón, hasta el punto de negarse a entregar el mando de su unidad cuando Bolívar designase al coronel venezolano Trinidad Morán para relevarlo, hecho que no impidió su participación en la trascendental Batalla de Ayacucho, pero que influyó notablemente en su postura como líder militar frente a las pretensiones de Gran Colombia a lo largo de los cinco años venideros. La libertad trajo consigo también la función en el cargo público que, contrastado a su experiencia de armas, lo llevó a oponerse en colegio electoral a la perpetuación del poder bolivariano en el Perú, impidiendo la consolidación de la tentativa denominada “Federación de los Andes”, pretensión que buscaría anexar el Perú Gran Colombia por medio de la política y la guerra. De este modo, 1829 culminaría para entregarle el grado de coronel, así también, el afianzamiento de una madurez temprana, complementando sus capacidades con otras nuevas, ampliando su rol de militar al de científico social, político y defensor del voto sobre el disparo, del disparo sobre la injusticia, de la autoridad moral sobre la amenaza extranjera, y del Perú sobre todo hombre que por medio de su poder pretendiese transgredir la frontera ganada con virtud. 4

Extracto de la respuesta Patriota al virrey Abascal. Tamayo Herrera, José (1984). Historia General del Ejército Peruano. Tomo IV: El Ejército en la Independencia del Perú. Volumen 1: El Ejército: protagonista principal en la Independencia del Perú (Primera edición). Lima: Comisión Permanente de Historia del Ejército del Perú. Impreso en los talleres de la imprenta del Ministerio de Guerra.

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Esta actitud lo llevaría de regreso a Chile, luego de tachar la política de gobierno del presidente Gamarra, militar y compañero de armas al que había seguido desde los años de las batallas de la independencia; desde allí, conviviría con un periodo de cambios muy distintos a los vividos en el Perú; se trataba del efecto de una reciente constitución chilena que promovería la gobernabilidad; precisamente esta observancia sería la que, luego de retornar nuevamente al Perú, sentara las bases de un siguiente paso en su madurez política: la legislatura y el progresismo, y no solo la autoridad, como instrumento de gobierno. Castilla regresaría a Tarapacá en 1834 para ponerse a las órdenes del nombrado presidente provisorio del Perú, el general José Luis de Orbegoso, el mismo que, paradójicamente, tiempo después detonaría una situación que sacudiría los cimientos de su propia determinación.

EL EFECTO DE LA RESTAURACIÓN DEL PERÚ SOBRE SU MENTE Al cabo de dos años, la prensa podría haber aprovechado la coyuntura para retratar uno de los hechos noticiosos más controversiales de la época, delineando la silueta de su principal protagonista: Ramón Castilla, general peruano, hombre de casi cuarenta años de edad que, habiendo participado en las más grandes victorias militares de América, se encontraba en Chile, vertiendo su experiencia y prestigio para preparar un ataque imposible de repeler por las armas peruanas, aquellas que abrazó desde que tuvo real conciencia de su misión en el mundo, y que para los primeros meses de 1836 podían considerarse secuestradas por la codicia y las ansias de poder, ambos demonios que parecían haberse adueñado de la historia del Perú luego de los pasados triunfos de Junín y Ayacucho. Algunos oficiales podrían considerarlo un traidor, pero, al final de cuentas, ellos no serían los encargados de juzgarlo, lo haría la historia. ¿Qué podía estar pasando en ese momento por la mente de la aristocracia limeña, tan lejana? ¿Quiénes eran los buenos, quiénes los malos, los conspiradores, los leales? Todo había caído en un hoyo de fango en el que no existía un caudillo sin rabo de paja, ningún libertador que no estuviese cegado de poder, ningún político sin los bolsillos llenos de dinero ni la boca cargada de argumentos para anteponer el beneficio personal por sobre los interesas del Perú. Luego de la independencia el orden democrático y la autoridad que de él provenía se habían tejido para convertirse en una pelota de trapo que todos querían arrebatarse a mano armada, pisoteando almas, cercenando tierras, proclamando actos infames disfrazándolos de democracia, «¿Qué democracia?», podría haberse preguntado cualquier hombre ilustrado. El Perú, quince años después de la proclamación de independencia y la incorporación de Castilla a las filas libertadoras, ya no era el Perú como tal, sino que formaba parte de la “Confederación”; el presidente de la República, Luis José de Orbegoso, militar y máxima autoridad peruana, al verse a punto de ser sobrepasado por las fuerzas de otro caudillo, había decidido abrir las puertas del sur para recibir a las tropas extranjeras de Andrés de Santa Cruz, solicitando un apoyo militar que tendría consecuencias irreversibles, provocando la invasión boliviana al Perú. La extensión territorial y división política del antiguo virreinato sobre el cual se capituló en Ayacucho, lucía muy distinta luego de la invasión solicitada por el entonces acorralado presidente, cuya decisión tuvo como efecto colateral la aparición de dos novísimas entidades geopolíticas: el estado nor peruano y el estado sur peruano; en la práctica, ambos unificados a Bolivia bajo el poder y protectorado de Santa Cruz. Los aún vigentes ideales libertarios de la República, aparentemente pervertidos, despertaban distintas opiniones sobre la coyuntura que se vivía: había quienes apoyaban la iniciativa, opinando que dos naciones que compartían todo, incluido la historia y la diversidad cultural, no podrían estar separadas por mucho tiempo más, que había despertado un gigante dormido, una potencia


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