Lena Yau
Bienmesabes
© Lena Yau, 2018 © Editorial Gravitaciones pl. Compostela, 2 – 33208 Gijón, España www.gravitaciones.com info@gravitaciones.com Primera edición 02/2018 Imagen de cubierta Miguel Vallinas | www.miguelvallinas.com Ceci n'est pas vos cheveux ondulés dans le vent ISBN 978-84-948281-0-2 Depósito legal AS-0806-2018 Códigos IBIC – FA, WB Artes Gráficas Cofás – Printed in Spain Todos los derechos reservados. Cualquier reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Bienmesa bes [40 gastroficciones]
eros poché • jung food • a la plancha vuelta y vuelta • chupitos
¿Qué es lo más importante para la humanidad después del papeo? Que le cuenten cuentos. Tonino Benacquista
Todo hombre es un tirano en su dormitorio, y en su cocina, y en su imaginación, y en sus escritos. Geoff Nicholson
¿El abecedario? En los letreros de las calles. Dos hileras de casas, alzadas ante la calle estrecha, eran grandes páginas con A de aduana, C de confitería y B de biblioteca. Así pude leer con letras de imprenta. Ida Gramcko
Cómo hablar de «esas cosas comunes», más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas del caparazón al que permanecen pegadas, cómo darles un sentido, un idioma: que hablen por fin de lo que existe, de lo que somos. Georges Perec
Y hasta en los sueños todo era lenguaje. Yolanda Pantin
Los recuerdos inútiles son los más hermosos. Giovanna Rivero
a Norvic Piazza, a Oswaldo Páez y a Alejandro Pizzorno: por tanto, por todo, por siempre
romántico
Ciegos de hambre pidieron, con amabilidad y apremio, una mesa. El maître iba a despacharlos sin miramientos, cuando se fijó en el amor que proyectaban sus ojos extraviados, en el sudor frío del chico y en la tormenta de truenos del estómago de la chica. Ella desafiaba al equilibrio columpiándose en sus tacones de aguja para trastabillar y recostar sus pechos tibios sobre la espalda de su novio. Él palpó su codo y musitó un «¿estás bien?» casi inaudible. —Estamos completos. Pero tengo un reservado, una mesa aislada y en penumbra —añadió con un guiño cómplice.
Noche de ensueño para dos. Por orden del maître no se encendieron las velas. Retiren las briseras. Consientan sus antojos. Honren su privacidad. Escogieron bogavante, fondue de carne y champán rosado (que él pidió descorchar). El camarero sirvió y los dejó a solas. Él deslió el morrión y batió la botella para que el tapón saliera con arte. Tras el pop, un sollozo. —¿Qué tienes, gatita? —Estoy conmovida —dijo entre lágrimas. Tanteó buscando su mano. Trenzaron sus brazos y brindaron. Él mojó su piel en la de ella. Esa humedad lo confundía, ave de vuelo desorientado, vencido por un roce. Pero el hambre... Ella se hizo con el bogavante. Tomó el punzón y alanceó el caparazón. No halló resistencia. Tal vez no fuera bogavante sino cangrejo de concha blanda. Prefirió callar. La velada seguiría siendo perfecta. Quebró la cola y las pinzas, escarbó el interior con la espátula y trinchó. Sintió que su novio se estremecía. —¿Qué tienes, brujete?
—Muero por tus huesos, rubia —piropeó con voz atiplada. Un chisporroteo indicó que el aceite hervía. Espetaron la carne y la sumergieron en el caquelón. Una nube dulzona marcó el punto de cocción. Les gustaba poco hecha. Tomaron sus pinchos y salsearon. Ella en Dijon para él; él en finas hierbas para ella. Ciegos de amor comían desde el otro y en el otro, se tocaban y tragaban, se decían y bebían, se leían con las yemas de los dedos, con la punta de la lengua, se nutrían en tándem, triscaban bocados, besos y mordiscos. Un gemido por trozo, un rielar, tactos líquidos, sofocos, farfullar gangoso que acabó en el silencio más puro. Cuatro horas más tarde, Isidoro, el maître, insistía en su inocencia. Solo quise hacerlos felices, se veían tan arrobados, ¿cómo iba a saberlo? A ella le faltaba un ojo. En la cuenca orbital había un corcho Dom Ruinart Rosé del 96. El rostro y el cuello desfigurados. El tenedor perforó la yugular en cuatro ocasiones. Él exponía sin pudor sus falanges. Las tenazas para cascar el bogavante las habían triturado. En un bulto violáceo se amalgamaban nariz y carrillos. El torso de tan agujereado era una espumadera. La poca sangre que quedaba en el cadáver la contenía el pene.
Tenía y mantenía una erección mayúscula. Los forenses —entre risas— no daban crédito. Cubrieron los cuerpos con mantas isotérmicas. Murieron desangrados. Ciegos de hambre. Ciegos de amor. Ciegos totales. —¡Eran ciegos! ¿Cómo no te diste cuenta? ¿A quién se le ocurre dejar cenar a dos invidentes sin supervisión? —A un romántico —contestó Isidoro, el maître, cuando el estupor se lo permitió.
a Matthías, pecho grandote y querendón, que cena sopa de granola y yogur convencido de que sabe a churrasco con papas fritas
gastroperversiones
Henar es de combinaciones osadas. Le gusta mezclar lo salado y lo dulce en un mismo plato. Pelayo, su marido, es gastroortodoxo. Espartano, ascético, militante fundamentalista de la cocina sana, simple, clásica. Cenan juntos. Brócoli, coles de Bruselas y endivias al vapor. Pescado blanco a la plancha. Agua ozonizada. Comen, charlan, engarzan sus meñiques. Él la quiere ayudar con la mesa. Ella, condescendiente, lo anima a descansar.
—Ya lo hago yo, cariño. Ve al sofá. Hoy es miércoles. Hay fútbol. Pelayo le pellizca el trasero con picardía, la besa, se va. Henar delibera lo que se cenará mañana. Hace la lista de los ingredientes que le faltan para una esqueixada. Baja la vajilla y los vasos de los estantes. Los reordena. Lee los clasificados. Completa un crucigrama. Va de puntillas hacia el sofá. La luz del televisor reverbera en el salón. El mando a distancia cayó a la alfombra. Barre con la mano los ojos de su marido. Carraspea. Tose fuerte. Nada. Duerme como un tronco. Vuelve a la cocina. Saca del frigo un chuletón con portentosas vetas de grasa. Lo cocina en una sartén de hierro. Cuando está al punto, lo pone en un plato de barro precalentado. Coge el bote de nata montada. Bate, presiona y encopeta la carne.
Culmina su obra de arte aderezando la crema con una aceituna y una uva. Oye un borborigmo. No puede esperar mรกs. Devora su recena con fruiciรณn. A escondidas, a solas y a oscuras. Como todo vicio inconfesable.
sin escape
Alexia comparaba y comprendía. Ella: Ensalada de escarola, canónigos y espinacas aliñada con limón. Una sopa de habas que no pidió. Galletas de soda. Agua. Él: Alitas de pollo fritas. Surf and turf gratinado. Pan con mantequilla de maní. Merengada doble de chocolate. Como la comida, así la plática. Ella: Monosílabos orales y gestuales. Él: Logorrea hardcore. Los sentaron en una mesa junto al mirador de la explanada. Jimmy no reparaba en el paisaje. Masticaba y hablaba sin parar. De sus ex: que lo aman, que son sus mejores amigas, que no mueve un pie sin pedirles consejo, que para tener novia requiere el visto bueno de ellas. —No te desalientes. Te observaron en tu trabajo y en el gimnasio. Te evaluaron y te aprobaron. Solo falta que me conquistes.
De sus viajes: que es un trotamundos, que poco de lo que ha visto le ha gustado, que debería existir un idioma único, homologado y obligatorio, que le tiene aversión al agua en el extranjero. —Esto es la hostia. Por eso te traje. Lo conozco de cabo a rabo. Déjate guiar por mí. De sus pasiones (tuteladas en entornos cerrados): la velocidad, el misterio, la acción, la fantasía, la caída libre, las mascotas de peluche, la aventura, la música, el tiro al plato. —Soy rudo y soy tierno. Alexia estimó que eso podía ser interesante en su habitación. Fantaseó con amordazarlo y forzarlo a ejercer mudo su rudeza y su ternura. Jimmy no dejó restos de su «mar y montaña» con queso. Ella le preguntó por las cáscaras de las gambas. —Me las he comido. Come basura, habla basura, se dijo, volviendo a la mordaza. Añadió un látigo a la fantasía. La fatuidad se pone a raya con fustas y amarres. Lástima que no empacó sus artilugios. Ahora atacaba las alitas. Tragaba carne y huesos. Trituraba sin distingo lo que entraba a su boca y lo expulsaba reducido a papilla de palabras, a discurso lúteo, a chasquido de papel de plata. Encuadradas en el ventanal, siete jirafas, una gacela y las llanuras del Serengueti. Un fiasco. No entendía la devoción.
Dentro del comedor estaban bien pero fuera el calor era insoportable. Jimmy pidió el legendario postre de la casa para dos. —Vas a delirar, Ale. No puedes decir que no. Veinte camareros hamaqueaban el postre entre bailes y cantos tribales. Elefantes, cebras, tigres, rinocerontes, hipopótamos... Toda la fauna del safari moldeada en mazapán sobre una pradera de helado de pistacho. Las cucharillas recreaban un par de escopetas. Los camareros ejecutaron el momento Broadway coreando cinegéticamente «¡a por ellos, cazadores!» y se alejaron para repetir el show en otras mesas. —¡Qué buen gusto! Es que esta gente sabe lo que hace, Ale. Por eso vengo. Qué suertuda eres... Me gustaba más tu amiga, la rubia, pero habla y habla, no se calla. Alexia chequeó el reloj calendario del móvil. 12:39 horas. 3 de agosto. Restaban muchas horas para que acabara el día. Muchos días para que acabara la semana. Seis días. —Esta noche cenaremos en el balcón del castillo. Paso por tu habitación a las siete. Habrá fuegos artificiales. No olvides tu cámara. Seis desayunos, seis almuerzos y seis cenas por venir... Confinada y condenada a un plomo en un parque temático.
—Mañana nos tocan los continentes en miniatura. América, África, Asia, Europa y Oceanía. Ve pensando en qué país quieres comer y en qué país quieres cenar. Te dejo escoger. Atrapada. Sin escape.
alimentarse es una necesidad saber comer es un arte ‡‡ bienmesa bes [40 gastroficciones]
se sirvió a la mesa 7∙iii∙2018