Revista Occidente Nº 500 | Octubre 2019

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del parralino, la cantora chillaneja sentó un precedente cuya vigencia está lejos de las referencias de corte ideológico histórico que Neruda formuló en su poesía, como puede comprobarse en su apología sin reservas al totalitarismo soviético. Violeta Parra es un caso único de alquimia creativa de una sensibilidad expresiva superior con un juicio crítico que asombra por la nitidez de su profundidad y la urgencia de su reclamo. En efecto, canciones suyas como “Maldigo del Alto Cielo”, “Por qué los Pobres no tienen” o “Mírenlos como sonríen” son verdaderos manifiestos populares del pueblo chileno, entendido éste como una totalidad sociocultural. Pocas veces nos adelantamos tanto a una sátira irónica del machismo como en la canción “El Albertío” del mismo modo que una insondable sensación de elegía recorre los versos melódicos de “Run Run se fue pa’l Norte” o “Los Jardines Humanos”. Violeta Parra pertenece a ese selecto grupo de artistas mundiales que en su obra plantean y definen fisonómicamente la identidad nacional de la cual provienen y la transmiten con una fuerza y claridad expresivas incuestionables. Podemos poner a nuestra Jardinera sin complejos al lado del estadounidense Walt Whitman, el alemán Novalis o el español Pablo Picasso. Puede que esta última aseveración despierte sentimientos encontrados, pero tengo un argumento a favor que esgrimir aquí: la condición matriarcal que la música de Violeta posee sobre las generaciones posteriores de artistas hispanohablantes es indiscutible. Estúdiense, revísense, compárese el caso de Violeta Parra con las vidas y obras de otras artistas femeninas de la segunda mitad del siglo XX y no se hallará ni una sola que pueda adquirir ese estatus. Ni en América ni en Europa al menos. Desconozco la cultura musico literaria de Asia y África pero sí he estudiado lo suficiente de las tres américas y de Europa como para sentar este juicio que formulo en favor de nuestra Viola Chilensis. Lo que viene después de su suicidio ya es cosa sabida: el apogeo de la Nueva

Canción, ese intento postizo de renovar el costumbrismo pintorequista del Neoflklore, la emergencia de la música beat que mutó en el rock chileno y la música televisiva y radial que sobrevino después del golpe de Estado de 1973 y que trajo consigo sólo silencio y miedo. La Nueva Canción Chilena triunfó donde otros géneros no han triunfado: pese al alto contenido consignalista de muchos de sus mensajes, aún permanece como un estamento musical sólido e imperecedero que abarca tanto la creación docto popular (“Cantata Santa María de Iquique”) como la inclusión cosmopolita de elementos de músicas afroamericanas, andinas, rockeras y trovadorescas. Sus grandes cultores, Jara, Manns, Osvaldo Rodríguez, Payo Grondona, Marta Contreras, Isabel y Ángel Parra siguen siendo objeto de devoción pública y de escucha atenta y afectiva. Más allá de la tragedia epocal que significó la dictadura militar, la música de la Nueva Canción Chilena sigue alimentando en el inconsciente colectivo nacional un sentimiento de sueño social, de utopía política e ideal socioeconómico que alcanzar, es decir, la música que inspiró la Matriarca chillaneja sigue alentando nuestros mejores sueños, democráticos, convocantes y no excluyentes, todavía hoy y aquí. Si nuestra sociedad sigue entrampada en dilemas que encubren niveles altos de odiosidad no es culpa de los artistas ni de los poetas: ellos sólo cantan y transmiten lo que ven y lo que les conmociona. Por cierto, la música siempre genera placer y eufonía. Lo distópico, lo disonante viene de aquellos exponentes de la violencia y del sectarismo, aún cuando haya músicos que posean discursos totalitarios, las multitudes siempre se rendirán ante lo que une y no ante lo que divide. Lo chileno en nuestra música popular del presente no está en un detalle óntico: reside en su diversidad, en su pluralismo y en su capacidad para exaltar sentimientos de vida y de libertad. Porque sólo así ni la música ni la poesía habrán cantado en vano.

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