violin

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De pronto Lily dejó escapar un sollozo. Se dio vuelta y levantó los puños. —¡No hagas sufrir a mi mamá! Dios mío. Traté de cerrar los ojos, pero Stefan estaba parado delante de mí, con sus manos en el violín. No podía moverlo, ni tocarlo, ni hacerme equivocar una nota. Entonces seguí tocando, interpretando el caos, esta atrocidad... Esta verdad, di más bien. Son los pecados comunes, nada más. Nadie dijo que los hubieras ultimado con un arma; no fuiste una criminal perseguida en las calles sórdidas, ni alguien que deambulara entre los muertos. Son los pecados comunes, y eso es lo que eres, una mujer común, sucia y mezquina, y careces de este talento que me robaste, a mí, puta, basura... devuélvemelo.

Lily sollozaba. Corrió hacia él y le propinó golpes. —Basta, no molestes a mi mamá. Mamá. —Levantó sus brazos. Por último la miré fijo a los ojos, muy fijo, y ejecuté con mi música esos ojos, con independencia de lo que ella decía, mientras oía sus voces y los veía moverse; luego levanté la mirada. No tenía sensación de tiempo sino sólo de música que cambiaba. No vi el teatro que tan desesperadamente ansiaba ver. No veía a los grupos de fantasmas que él tan desesperadamente me presentaba. Miré en lontananza y visualicé el bosque tropical con su celestial lluvia; vi los árboles soñolientos, vi el viejo hotel, lo vi, y mi música habló de él, de las ramas que se alzaban hacia las nubes, y del Cristo con sus brazos desplegados, de las galerías del viejo hotel, de las ventanas con sus postigos amarillos manchados por la lluvia, y más lluvia y más lluvia. Toqué acerca de todo eso, y después del mar, ah sí, el mar, no menos maravilloso, ese mar ascendente, impetuoso, resplandeciente, imposible, con sus fantasmas danzarines. —¡Eso es lo que eres! Ay, qué pena que no seas real. —¡Mamiii! —gritó ella. Gritaba como si alguien le estuviera produciendo un dolor inenarrable. 351


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