violin

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—Te estás pasando de la raya con algún fin que te has propuesto. Recuerdo a mi hija. Ya basta. Yo... —¿Qué? ¿Vas a tenderte con ella en una tumba imaginaria? ¿Cómo supones que es mi tumba? —¿Tienes una? —No sé. Nunca miré. Pero seguramente no me habrían sepultado nunca en terreno consagrado, ni me habrían puesto una lápida. —Pareces triste y abatido como me siento yo. —Jamás. —Linda pareja hacemos. Se echó hacia atrás como si me tuviera miedo, apretando el violín contra el pecho. Oí la campanada de un reloj, uno de varios, el más sonoro quizá, proveniente del comedor. Horas enteras habíamos estado ahí, peleando. Lo miré, y una terrible malicia se apoderó de mí, un deseo de vengarme por el hecho de que él supiera mis secretos, y encima los sacó a luz, jugó con ellos. Traté de tomar el violín. —No —se opuso él, inclinándose hacia atrás. —¿Por qué no? ¿Te esfumarás si el instrumento se va de tus manos? —¡Es mío! Lo llevé conmigo a mi muerte y se queda conmigo. Yo ya no pregunto por qué. Ya no pregunto nada más. —Entiendo. ¿Y si se rompe, si sufre algún deterioro? —Eso no puede ocurrir. —Yo diría que sí puede. —Eres tonta y loca. —Estoy cansada. Tú ya no lloras más y ahora me toca a mí. Me alejé de él. Abrí las puertas traseras de la habitación, que daban al comedor. Pude ver a través del comedor, directamente por las ventanas de atrás de la casa, los laureles altos contra la cerca de la capilla, hojas luminosas contra las luces, que se movían como arrastradas por un viento, y 176


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