Ediciones FUNDECEM / Encuentros con la muerte

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Parece que en algún punto de las alturas andinas desde esta ciudad que huele a incienso, mirando siempre hacia el Sur, se encuentra El Mucuño o lo que de él pueda quedar. Primero un pueblo de indios, luego uno de misiones con algunos indios, finalmente pueblo de blancos y larguiruchos españoles que con el correr del tiempo se transformaron en criollos por haber nacido lejos del terruño que el destino les habría reservado de no haberse descubierto esta geografía en los días que terminaba la Reconquista. De los indios sólo guardó el nombre porque sus macanas pronto sucumbieron ante el poder del mosquete. Y fue creciendo entre el rocío mañanero y la neblina de la tarde, entre el escaso sudor del frío paramero y el tiple del jolgorio, entre la hostia sagrada y los pecados comunes, entre lágrimas y alegrías, como cualquier pueblo perdido entre las montañas. Cinco o seis jornadas lo separaban del caserío de San José, también perdido para la civilización en la espesura de la selva nublada. Después venían riscos y valles en sucesiones interminables. Cuando a la puerta de una humilde casa tocó la Muerte nadie sospechaba que la Señora venía a instalarse por varias semanas en El Mucuño. Tenía la tarea de tocar a cada entrada para que los ocupantes la acompañaran en procesión al más allá. Los vivos empezaron a enterrar a los muertos. Luego los muertos empezaron a enterrar a los vivos y ya no quedó nadie. Al menos eso dijeron los que de allá llegaron a San José y los que siguieron devorando distancias para alejarse de la Señora a la que los años llamarían Peste o la que las jerarquías del clero bautizaron como “castigo divino”. Supongo que quedó en el olvido, que sus almas empezaron a vagar hasta disiparse entre las brumas. Tal vez los patios y las casas fueron invadidos por la maleza y la madera por la polilla. Tal vez los roedores y las culebras, ] 46 [


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