Los gansos

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JosĂŠ Antonio Ruiz

LOS GANSOS Ilustraciones de David Pintor


—Grrr... —se despide de sus compañeros el conductor de tranvía Kosonen. Los deja entretenidos en conversaciones socorridas, de quita y pon (el tiempo, malo; la maquinaria del uno vuelve a fallar; qué no daría yo por acertar la loto) y abandona la caseta de empleados de la compañía de transportes, en la estación de metro de Hakaniemi.




No es que Kosonen tenga un mal día, que hoy se haya levantado con el pie izquierdo —como dicen—; digámoslo: Kosonen es así. Sube por las escaleras mecánicas mirándose la puntera de las botas y trata de no pensar que le queda todo el día por delante. No es fácil, pero lo intenta. Concentra su atención en los chicles pegados en los peldaños cercanos, en el vaso de papel —café solo, sin azúcar— que sostiene en la mano, en las colillas de tabaco que giran, atrapadas, al final de las escaleras. Levanta incluso la cabeza en busca de algo, no sabe qué. Nada portentoso, se conformaría con poco.

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En las escaleras de bajada dos viejas conversan a gritos —que llega el otoño y algo de unos gansos—. No hay nadie más, nada más. Y Kosonen tiene que rendirse al día, es más grande que él.

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Al salir a la plaza de Hakaniemi le recibe el viento.



También le asalta un repartidor de periódicos gratuitos. —Grrr… —rezonga Kosonen con un gesto hosco, y aparta de un manotazo el periódico que le tienden. Tras varios intentos, consigue encender un cigarrillo. Si tuviera más entereza —o si fuera un niño— correría a refugiarse en la marquesina de su tranvía, el número 3. En su lugar, Kosonen se sube el cuello de la chaqueta y arrastra los pies.

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