D E S A R R O IU E U P R ÍC IIC A R E FLE X IV A E K E l O FIC IO DE EN S EÑ A R
o a los demás, el proceso de concienciación se pone en marcha. Des graciadamente, no siempre es fácil medir los resultados en un «oficio im posible», y todavía menos hallar la distancia justa entre la autosatisfacción beata y la autodenigración destructora. Además, un enseñante enlaza un número impresionante de pequeñas decisiones. Más que al saltador de pér tiga obsesionado por un resultado único, debe enfrentarse a multitud de retos grandes y pequeños, sin saber siempre lo que resulta de su acción, ya sea porque sólo hace efecto a m edio plazo, o porque la evaluación se ve obstaculizada por el curso de los acontecimientos. Por consiguiente, el enseñante no está en la misma situación que el atle ta que paga el precio de la concienciación porque su progresión y sus m e dallas dependen de ello. En un oficio de lo humano, cada uno se ocupa de varios usuarios y persigue numerosos objetivos, sin tener criterios seguros para saber si se consiguen. Cuando no lo hacen, el practicante puede refu giarse en mil excusas: la falta de tiempo, de medios, de apoyo de la jerarquía, de cooperación de los colegas o de los usuarios. Con todo lo serio que pueda ser, un enseñante puede vivir en cierta confusión y no siempre tendrá la energía y la fuerza deseadas para «salir adelante» (Fernagu Oudet, 1999).
Las resistencias a la concienciación Solamente los filósofos valoran incondicionalmente la lucidez. Los seres hu manos normales combinan la voluntad de saber y la de no saber. La concienciación presenta riesgos. El más fácil consiste en una espe cie de desorganización de la acción. L o que era simple con el «p iloto au tomático» puede hacerse más difícil cuando hay que hacerlo a conciencia. Un colega interesado por la explicitación cuenta, por ejemplo, que un día, en un restaurante, fascinado por una camarera capaz de acordarse de mul titud de pedidos sin tomar nota y de llevar a cada comensal exactamente lo que había solicitado, le preguntó: «¿Cóm o se lo hace?». Y ella le respondió: «Pues... no lo sé». Unos minutos más tarde, tomando la nota de otra mesa, había perdido su maestría... La historia n o dice si la recuperó al día si guiente o si se sintió definitivamente inquietada por una cuestión aparen temente inocente. De esta anécdota, podemos sacar la conclusión de que no es necesario remitirnos a la infancia y a Freud para desestabilizar a un practicante, e incluso para sumirlo en una crisis. El riesgo inherente a la concienciación de un esquema aislado o de un aspecto del habitus no está únicamente ligado al trabajo de explicitación, a la carga cognitiva que lo acompaña y a la pérdida de una form a de ino cencia cognitiva. El riesgo también afecta al impacto de los descubrimien tos sobre uno mismo que puede suscitar todo ejercicio de lucidez. Es normal experimentar una ambivalencia. El «conócete a ti mismo» no es la aspiración de todos.